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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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números que lograron salir fueron el resultado de un acto heroico, pero nunca se

supo de quién. A la hora de entrar en prensa las planchas estaban empasteladas.

Desaparecía el material urgente, y los buenos enloquecíamos de rabia. No

recuerdo una vez en que el diario saliera a tiempo y sin remiendos, por los

demonios agazapados que teníamos en los talleres. Nunca se supo qué pasó. La

explicación que prevaleció fue quizás la menos perversa: algunos veteranos

anquilosados no pudieron tolerar el régimen renovador y se confabularon con sus

almas gemelas hasta que consiguieron desbaratar la empresa.

Álvaro se fue de un portazo. Yo tenía un contrato que había sido una garantía

en condiciones normales, pero en las peores era una camisa de fuerza. Ansioso

de sacar algún provecho del tiempo perdido intenté armar al correr de la

máquina cualquier cosa válida con cabos sueltos que me quedaban de intentos

anteriores. Retazos de La casa, parodias del Faulkner truculento de Luz de agosto,

de las lluvias de pájaros muertos de Nathaniel Hawthorne, de los cuentos

policíacos que me habían hastiado por repetitivos, y de algunos moretones que

todavía me quedaban del viaje a Aracataca con mi madre. Fui dejándolos fluir a

su antojo en mi oficina estéril, donde no quedaba más que el escritorio

descascarado y la máquina de escribir con el último aliento, hasta llegar de un

solo tirón al título final: « Un día después del sábado» . Otro de los pocos cuentos

míos que me dejaron satisfecho desde la primera versión.

En El Nacional me abordó un vendedor volante de relojes de pulso. Nunca

había tenido uno, por razones obvias en aquellos años, y el que me ofrecía era de

un lujo aparatoso y caro. El mismo vendedor me confesó entonces que era

miembro del Partido Comunista encargado de vender relojes como anzuelos

para pescar contribuyentes.

—Es como comprar la revolución a plazos —me dijo. Le contesté de buena

índole:

—La diferencia es que el reloj me lo dan enseguida y la revolución no.

El vendedor no tomó muy bien el mal chiste y terminé comprando un reloj

más barato, sólo por complacerlo, y con un sistema de cuotas que él mismo

pasaría a cobrar cada mes. Fue el primer reloj que tuve, y tan puntual y

duradero que todavía lo guardo como reliquia de aquellos tiempos.

Por esos días volvió Álvaro Mutis con la noticia de un vasto presupuesto de su

empresa para la cultura y la aparición inminente de la revista Lámpara, su

órgano literario. Ante su invitación a colaborar le propuse un proyecto de

emergencia: la ley enda de La Sierpe. Pensé que si algún día quería contarla no

debía ser a través de ningún prisma retórico sino rescatada de la imaginación

colectiva como lo que era: una verdad geográfica e histórica. Es decir —por fin

—, un gran reportaje.

—Usted haga lo que le salga por donde quiera —me dijo Mutis—. Pero

hágalo, que es el ambiente y el tono que buscamos para la revista.

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