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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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La radionovela pasó completa con más penas que glorias, y fue una cátedra

magistral para mis ambiciones insaciables de narrador en cualquier género.

Asistí a las grabaciones, que eran hechas en directo sobre el disco virgen con una

aguja de arado que iba dejando copos de filamentos negros y luminosos, casi

intangibles, como cabellos de ángel. Cada noche me llevaba un buen puñado que

repartía entre mis amigos como un trofeo insólito. Entre tropiezos y chapucerías

sin cuento, la radionovela salió al aire a tiempo con una fiesta descomunal muy

propia del promotor.

Nadie logró inventarse un argumento de cortesía para hacerme creer que la

obra le gustaba, pero tuvo una buena audiencia y una pauta de publicidad

suficiente para salvar la cara. A mí, por fortuna, me dio nuevos bríos en un

género que me parecía disparado hacia horizontes impensables. Mi admiración y

gratitud por don Félix B. Caignet llegaron al punto de pedirle una entrevista

privada unos diez años después, cuando viví unos meses en La Habana como

redactor de la agencia cubana Prensa Latina. Pero a pesar de toda clase de

razones y pretextos, nunca se dejó ver, y sólo me quedó de él una lección

magistral que leí en alguna entrevista suy a: « La gente siempre quiere llorar: lo

único que y o hago es darle el pretexto» . Las magias de Villegas, por su parte, no

dieron para más. Se le enredó todo también con la editorial González Porto —

como antes con Losada— y no hubo modo de arreglar nuestras últimas cuentas,

porque dejó tirados sus sueños de grandeza para volver a su país.

Álvaro Cepeda Samudio me sacó del purgatorio con su vieja idea de

convertir El Nacional en el periódico moderno que había aprendido a hacer en los

Estados Unidos. Hasta entonces, aparte de sus colaboraciones ocasionales en

Crónica, que siempre fueron literarias, sólo había tenido ocasión de practicar su

grado de la Universidad de Columbia con los comprimidos ejemplares que

mandaba al Sporting News, de Saint Louis, Missouri. Por fin, en 1953 nuestro

amigo Julián Davis Echandía, que había sido el primer jefe de Álvaro, lo llamó

para que se hiciera cargo del manejo integral de su periódico vespertino, El

Nacional El propio Álvaro lo había embullado con el proy ecto astronómico que le

presentó a su regreso de Nueva York, pero una vez capturado el mastodonte me

llamó para que lo ay udara a cargarlo sin títulos ni deberes definidos, pero con el

primer sueldo adelantado que me alcanzó para vivir aun sin cobrarlo completo.

Fue una aventura mortal. Álvaro había hecho el plan íntegro con modelos de

los Estados Unidos. Como Dios en las alturas quedaba Davis Echandía, precursor

de los tiempos heroicos del periodismo sensacionalista local y el hombre menos

descifrable que conocí, bueno de nacimiento y más sentimental que compasivo.

El resto de la nómina eran grandes periodistas de choque, de la cosecha brava,

todos amigos entre sí y colegas de muchos años. En teoría, cada quien tenía su

órbita bien definida, pero más allá de ella no se supo nunca quién hizo qué para

que el enorme mastodonte técnico no lograra dar ni el primer paso. Los pocos

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