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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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madre cuando era niña, por unas fiebres tercianas que habían resistido a toda

clase de brebajes. Tanto había oído hablar de Manaure, de sus tardes de may o y

ayunos medicinales, que cuando estuve por primera vez me di cuenta de que lo

recordaba como si lo hubiera conocido en una vida anterior. Estábamos tomando

una cerveza helada en la única cantina del pueblo cuando se acercó a nuestra

mesa un hombre que parecía un árbol, con polainas de montar y al cinto un

revólver de guerra. Rafael Escalona nos presentó, y él se quedó mirándome a los

ojos con mi mano en la suya.

—¿Tiene algo que ver con el coronel Nicolás Márquez? —me preguntó.

—Soy su nieto —le dije.

—Entonces —dijo él—, su abuelo mató a mi abuelo.

Es decir, era el nieto de Medardo Pacheco, el hombre que mi abuelo había

matado en franca lid. No me dio tiempo de asustarme, porque lo dijo de un modo

muy cálido, como si también ésa fuera una manera de ser parientes. Estuvimos

de parranda con él durante tres días y tres noches en su camión de doble fondo,

bebiendo brandy caliente y comiendo sancochos de chivo en memoria de los

abuelos muertos. Pasaron varios días antes de que me confesara la verdad: se

había puesto de acuerdo con Escalona para asustarme, pero no tuvo corazón para

seguir las bromas de los abuelos muertos. En realidad se llamaba José Prudencio

Aguilar, y era un contrabandista de oficio, derecho y de buen corazón. En

homenaje suy o, para no ser menos, bauticé con su nombre al rival que José

Arcadio Buendía mató con una lanza en la gallera de Cien años de soledad.

Lo malo fue que al final de aquel viaje de nostalgias no habían llegado

todavía los libros vendidos, sin los cuales no podía cobrar mis anticipos. Me quedé

sin un céntimo y el metrónomo del hotel andaba más deprisa que mis noches de

fiesta. Víctor Cohen empezó a perder la poca paciencia que le quedaba por causa

de los infundios de que la plata de su deuda la despilfarraba con chiflamicas de

baja estofa y guarichas de mala muerte. Lo único que me devolvió el sosiego

fueron los amores contrariados de El derecho de nacer, la novela radial de don

Félix B. Caignet, cuyo impacto popular revivió mis viejas ilusiones con la

literatura de lágrimas. La lectura inesperada de El viejo y el mar, de Hemingway,

que llegó de sorpresa en la revista Life en Español, acabó de restablecerme de

mis quebrantos.

En el mismo correo llegó el cargamento de libros que debía entregar a sus

dueños para cobrar mis anticipos. Todos pagaron puntuales, pero y a debía en el

hotel más del doble de lo que había ganado, y Villegas me advirtió que no tendría

ni un clavo más antes de tres semanas. Entonces hablé en serio con Víctor Cohen

y él aceptó un vale con un fiador. Como Escalona y su pandilla no estaban a la

mano, un amigo providencial me hizo el favor sin compromisos, sólo porque le

había gustado un cuento mío publicado en Crónica. Sin embargo, a la hora de la

verdad no pude pagarle a nadie.

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