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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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editorial Losada me hizo saber por tercera o cuarta persona que tenían por norma

no devolver originales. Por fortuna, Julio César Villegas había hecho una copia

antes de enviar los míos a Buenos Aires, y me la hizo llegar. Entonces emprendí

una nueva corrección sobre las conclusiones de mis amigos. Eliminé un largo

episodio de la protagonista que contemplaba desde el corredor de las begonias un

aguacero de tres días, que más tarde convertí en el « Monólogo de Isabel viendo

llover en Macondo» . Eliminé un diálogo superfluo del abuelo con el coronel

Aureliano Buendía poco antes de la matanza de las bananeras, y unas treinta

cuartillas que entorpecían de forma y de fondo la estructura unitaria de la novela.

Casi veinte años después, cuando los creía olvidados, partes de esos fragmentos

me ay udaron a sustentar nostalgias a lo largo y lo ancho de Cien años de soledad.

Estaba a punto de superar el golpe cuando se publicó la noticia de que la

novela colombiana escogida para ser publicada en lugar de la mía por la editorial

Losada era El Cristo de espaldas, de Eduardo Caballero Calderón. Fue un error o

una verdad amañada de mala fe, porque no se trataba de un concurso sino de un

programa de la editorial Losada para entrar en el mercado de Colombia con

autores colombianos, y mi novela no fue rechazada en competencia con otra sino

porque don Guillermo de Torre no la consideró publicable.

Mi consternación fue mayor de lo que yo mismo reconocí entonces, y no

tuve el coraje de padecerla sin convencerme a mí mismo. Así que le caí sin

anunciarme a mi amigo desde la infancia, Luis Carmelo Correa, en la finca

bananera de Sevilla —a pocas leguas de Cataca— donde trabajaba por aquellos

años como controlador de tiempo y revisor fiscal. Estuvimos dos días

recapitulando una vez más, como siempre, nuestra infancia común. Su memoria,

su intuición y su franqueza me resultaban tan reveladoras que me causaban un

cierto pavor. Mientras hablábamos, él arreglaba con su caja de herramientas los

desperfectos de la casa, y yo lo escuchaba en una hamaca mecida por la brisa

tenue de las plantaciones. La Nena Sánchez, su esposa, nos corregía disparates y

olvidos, muerta de risa en la cocina. Al final, en un paseo de reconciliación por

las calles desiertas de Aracataca, comprendí hasta qué punto había recuperado

mi salud de ánimo, y no me quedó la menor duda de que La hojarasca —

rechazada o no— era el libro que yo me había propuesto escribir después del

viaje con mi madre.

Alentado por aquella experiencia fui en busca de Rafael Escalona a su

paraíso de Valledupar, tratando de escarbar mi mundo hasta las raíces. No me

sorprendió, porque todo lo que encontraba, todo lo que ocurría, toda la gente que

me presentaban era como si y a lo hubiera vivido, y no en otra vida, sino en la

que estaba viviendo. Más adelante, en uno de mis tantos viajes, conocí al coronel

Clemente Escalona, el padre de Rafael, que desde el primer día me impresionó

por su dignidad y su porte de patriarca a la antigua. Era delgado y recto como un

junco, de piel curtida y huesos firmes, y de una dignidad a toda prueba. Desde

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