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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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y de compararlas con algunos de los textos literarios a que dieron origen.

Por Navidades llegó de vacaciones la plana mayor de El Espectador, desde el

director general, don Gabriel Cano, con todos los hijos: Luis Gabriel, el gerente;

Guillermo, entonces subdirector; Alfonso, subgerente, y Fidel, el menor, aprendiz

de todo. Llegó con ellos Eduardo Zalamea, Ulises, quien tenía un valor especial

para mí por la publicación de mis cuentos y su nota de presentación. Tenían la

costumbre de gozar en pandilla la primera semana del nuevo año en el balneario

de Pradomar, a diez leguas de Barranquilla, donde se tomaban el bar por asalto.

Lo único que recuerdo con cierta precisión de aquella barabúnda es que Ulises en

persona fue una de las grandes sorpresas de mi vida. Lo veía a menudo en

Bogotá, al principio en El Molino y años después en El Automático, y a veces en

la tertulia del maestro De Greiff. Lo recordaba por su semblante huraño y su voz

de metal, de los cuales saqué la conclusión de que era un cascarrabias, que por

cierto era la fama que tenía entre los buenos lectores de la ciudad universitaria.

Por eso lo había eludido diversas ocasiones para no contaminar la imagen que

me había inventado para mi uso personal. Me equivoqué. Era uno de los seres

más afectuosos y serviciales que recuerdo, aunque comprendo que necesitaba un

motivo especial de la mente o del corazón. Su materia humana no tenía nada de

la de don Ramón Viny es, Álvaro Mutis o León de Greiff, pero compartía con

ellos la aptitud congénita de maestro a toda hora, y la rara suerte de haber leído

todos los libros que se debían leer.

De los Cano jóvenes —Luis Gabriel, Guillermo, Alfonso y Fidel— llegaría a

ser más que un amigo cuando trabajé como redactor de El Espectador. Sería

temerario tratar de recordar algún diálogo de aquellas conversaciones de todos

contra todos en las noches de Pradomar, pero también sería imposible olvidar su

persistencia insoportable en la enfermedad mortal del periodismo y la literatura.

Me hicieron otro de los suyos, como su cuentista personal, descubierto y

adoptado por ellos y para ellos. Pero no recuerdo —como tanto se ha dicho—

que alguien hubiera sugerido siquiera que me fuera a trabajar con ellos. No lo

lamenté, porque en aquel mal momento no tenía la menor idea de cuál sería mi

destino ni si me dieran a escogerlo.

Álvaro Mutis, entusiasmado por el entusiasmo de los Cano, volvió a

Barranquilla cuando acababan de nombrarlo jefe de relaciones públicas de la

Esso Colombiana, y trató de convencerme de que me fuera a trabajar con él en

Bogotá. Su verdadera misión, sin embargo, era mucho más dramática: por un

fallo aterrador de algún concesionario local habían llenado los depósitos del

aeropuerto con gasolina de automóvil en vez de gasolina de avión, y era

impensable que una nave abastecida con aquel combustible equivocado pudiera

llegar a ninguna parte. La tarea de Mutis era enmendar el error en secreto

absoluto antes del amanecer sin que se enteraran los funcionarios del aeropuerto,

y mucho menos la prensa. Así se hizo. El combustible fue cambiado por el bueno

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