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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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con sus veladas sedantes mis malas noches de El Gato Negro. Ella y su hermana

Alicia parecían gemelas por su modo de ser y por lograr que el tiempo se nos

volviera circular cuando estábamos con ellas. De algún modo muy especial

seguían en el grupo. Por lo menos una vez al año nos invitaban a una mesa de

exquisiteces árabes que nos alimentaban el alma, y en su casa había veladas

sorpresivas de visitantes ilustres, desde grandes artistas de cualquier género hasta

poetas extraviados. Me parece que fueron ellas con el maestro Pedro Viaba

quienes le pusieron orden a mi melomanía descarriada, y me enrolaron en la

pandilla feliz del centro artístico.

Hoy me parece que Barranquilla me daba una perspectiva mejor sobre La

hojarasca, pues tan pronto como tuve un escritorio con máquina emprendí la

corrección con ímpetus renovados. Por esos días me atreví a mostrarle al grupo

la primera copia legible a sabiendas de que no estaba terminada. Habíamos

hablado tanto de ella que cualquier advertencia sobraba. Alfonso estuvo dos días

escribiendo frente a mí sin mencionarla siquiera. Al tercer día, cuando

terminamos las tareas al final de la tarde, puso sobre el escritorio el borrador

abierto y leyó las páginas que tenía señaladas con tiras de papel. Más que un

crítico, parecía rastreador de inconsecuencias y purificador de estilo. Sus

observaciones fueron tan certeras que las utilicé todas, salvo una que a él le

pareció traída de los cabellos, aun después de demostrarle que era un episodio

real de mi infancia.

—Hasta la realidad se equivoca cuando la literatura es mala —dijo muerto de

risa.

El método de Germán Vargas era que si el texto estaba bien no hacía

comentarios inmediatos sino que daba un concepto tranquilizador, y terminaba

con un signo de exclamación:

—¡Cojonudo!

Pero en los días siguientes seguía soltando ristras de ideas dispersas sobre el

libro, que culminaban cualquier noche de farra en un juicio certero. Si el

borrador no le parecía bien, citaba a solas al autor y se lo decía con tal franqueza

y tanta elegancia, que al aprendiz no le quedaba más que dar las gracias de todo

corazón a pesar de las ganas de llorar. No fue mi caso. El día menos pensado

Germán me hizo entre broma y de veras un comentario sobre mis borradores

que me devolvió el alma al cuerpo.

Álvaro había desaparecido del Japy sin la menor señal de vida. Casi una

semana después, cuando menos lo esperaba, me cerró el paso con el automóvil

en el paseo Bolívar, y me gritó con su mejor talante:

—Suba, maestro, que lo voy a joder por bruto.

Era su frase anestésica. Dimos vueltas sin rumbo fijo por el centro comercial

abrasado por la canícula, mientras Álvaro soltaba a gritos un análisis más bien

emocional pero impresionante de su lectura. Lo interrumpía cada vez que veía un

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