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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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falta de ilusiones me afectaba más que la falta de plata.

—Si hemos de ahogarnos todos —dije al almuerzo en un día decisivo— dejen

que me salve yo para tratar de mandarles aunque sea un bote de remos.

Así que la primera semana de diciembre me mudé de nuevo a Barranquilla,

con la resignación de todos, y la seguridad de que el bote llegaría. Alfonso

Fuenmay or debió imaginárselo al primer golpe de vista cuando me vio entrar sin

anuncio en nuestra vieja oficina de El Heraldo, pues la de Crónica se había

quedado sin recursos. Me miró como a un fantasma desde la máquina de

escribir, y exclamó alarmado:

—¡Qué carajo hace usted aquí sin avisar! Pocas veces en mi vida he

contestado algo tan cerca de la verdad:

—Estoy hasta los huevos, maestro.

Alfonso se tranquilizó.

—¡Ah, bueno! —replicó con su mismo talante de siempre y con el verso más

colombiano del himno nacional—. Por fortuna, así está la humanidad entera, que

entre cadenas gime.

No demostró la mínima curiosidad por el motivo de mi viaje. Le pareció una

suerte de telepatía, porque a todo el que le preguntaba por mí en los últimos

meses le contestaba que en cualquier momento iba a llegar para quedarme. Se

levantó feliz del escritorio mientras se ponía la chaqueta, porque y o le llegaba por

casualidad como caído del cielo. Tenía media hora de retraso para un

compromiso, no había terminado el editorial del día siguiente, y me pidió que se

lo terminara. Apenas alcancé a preguntarle cual era el tema, y me contestó

desde el corredor a toda prisa con una frescura típica de nuestro modo de ser

amigos:

—Léalo y y a verá.

Al día siguiente había otra vez dos máquinas de escribir frente a frente en la

oficina de El Heraldo, y yo estaba escribiendo otra vez « La Jirafa» para la

misma página de siempre. Y —¡cómo no!— al mismo precio. Y en las mismas

condiciones privadas entre Alfonso y y o, en las que muchos editoriales tenían

párrafos del uno o del otro, y era imposible distinguirlos. Algunos estudiantes de

periodismo o literatura han querido diferenciarlos en los archivos y no lo han

logrado, salvo en los casos de temas específicos, y no por el estilo sino por la

información cultural.

En El Tercer Hombre me dolió la mala noticia de que habían matado a

nuestro ladroncito amigo. Una noche como todas salió a hacer su oficio, y lo

único que volvió a saberse de él sin más detalles fue que le habían dado un tiro en

el corazón dentro de la casa donde estaba robando. El cuerpo fue reclamado por

una hermana may or, único miembro de la familia, y sólo nosotros y el dueño de

la cantina asistimos a su entierro de caridad.

Volví a casa de las Ávila. Meira Delmar, otra vez vecina, siguió purificando

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