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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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del segundo día, embriagado por la rebatiña callejera y el fervor de los fanáticos,

llegué a pensar que así de simple podía ser la solución de mi vida. El sueño duró

hasta el jueves, cuando el gerente nos demostró que un número más nos dejaría

en la quiebra, aun si hubiéramos resuelto publicar anuncios comerciales, pues

tenían que ser tan pequeños y tan caros que no había solución racional. La misma

concepción del periódico, que se fundaba en su tamaño, arrastraba consigo el

germen matemático de su propia destrucción: era tanto más incosteable cuanto

más se vendiera.

Quedé colgado de la lámpara. La mudanza para Cartagena había sido

oportuna y útil después de la experiencia de Crónica, y además me dio un

ambiente muy propicio para seguir escribiendo La hojarasca, sobre todo por la

fiebre creativa con que se vivía en nuestra casa, donde lo más insólito parecía

siempre posible. Me bastaría con evocar un almuerzo en que conversábamos con

mi papá sobre la dificultad de muchos escritores para escribir sus memorias

cuando ya no se acordaban de nada. El Cuqui, con apenas seis años, sacó la

conclusión con una sencillez magistral:

—Entonces —dijo—, lo primero que un escritor debe escribir son sus

memorias, cuando todavía se acuerda de todo.

No me atreví a confesar que con La hojarasca me estaba sucediendo lo

mismo que con La casa: empezaba a interesarme más la técnica que el tema.

Después de un año de haber trabajado con tanto júbilo, se me reveló como un

laberinto circular sin entrada ni salida. Hoy creo saber por qué. El costumbrismo

que tan buenos ejemplos de renovación ofreció en sus orígenes había terminado

por fosilizar también los grandes temas nacionales que trataban de abrirle salidas

de emergencia. El hecho es que y a no soportaba un minuto más la

incertidumbre. Sólo me faltaban comprobaciones de datos y decisiones de estilo

antes del punto final, y sin embargo no la sentía respirar. Pero estaba tan

empantanado después de tanto tiempo de trabajo en las tinieblas, que veía

zozobrar el libro sin saber dónde estaban las grietas. Lo peor era que en ese punto

de la escritura no me servía la ayuda de nadie, porque las fisuras no estaban en el

texto sino dentro de mí, y sólo yo podía tener ojos para verlas y corazón para

sufrirlas. Tal vez por esa misma razón suspendí « La Jirafa» sin pensarlo

demasiado cuando acabé de pagarle a El Heraldo el adelanto con el que había

comprado los muebles.

Por desgracia, ni el ingenio, ni la resistencia, ni el amor fueron suficientes

para derrotar la pobreza. Todo parecía a favor de ella. El organismo del censo se

había terminado en un año y mi sueldo en El Universal no alcanzaba para

compensarlo. No volví a la facultad de derecho, a pesar de las argucias de

algunos maestros que se habían confabulado para sacarme adelante en contra de

mi desinterés por su interés y su ciencia. El dinero de todos no alcanzaba en casa,

pero el hueco era tan grande que mi contribución no fue nunca suficiente y la

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