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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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cargados de tiburones inocentes para venderlos como criminales de a cincuenta

pesos. La noticia grande se acabó el mismo día, y a mí se me acabó la ilusión del

reportaje. En su lugar, publiqué mi cuento número ocho: « Nabo, el negro que

hizo esperar a los ángeles» . Por lo menos dos críticos serios y mis amigos

severos de Barranquilla lo juzgaron como un buen cambio de rumbo.

No creo que mi madurez política fuera bastante para afectarme, pero la

verdad es que sufrí una recaída semejante a la anterior. Me sentí tan

empantanado que mi única diversión era amanecer cantando con los borrachos

en Las Bóvedas de las murallas, que habían sido burdeles de soldados durante la

Colonia y más tarde una cárcel política siniestra. El general Francisco de Paula

Santander había cumplido allí una condena de ocho meses, antes de ser

desterrado a Europa por sus compañeros de causa y de armas.

El celador de aquellas reliquias históricas era un linotipista jubilado cuyos

colegas activos se reunían con él después del cierre de los periódicos para

celebrar el nuevo día todos los días con una damajuana de ron blanco clandestino

compuesto por artes de cuatreros. Eran tipógrafos cultos por tradición familiar,

gramáticos dramáticos y grandes bebedores de sábados. Me hice a su gremio.

El más joven de ellos se llamaba Guillermo Dávila y había logrado la proeza

de trabajar en la costa a pesar de la intransigencia de algunos líderes regionales

que se resistían a admitir cachacos en el gremio. Tal vez lo logró por arte de su

arte, pues además de su buen oficio y su simpatía personal era un prestidigitador

de maravillas. Nos mantenía deslumbrados con las travesuras mágicas de hacer

salir pájaros vivos de las gavetas de los escritorios o dejarnos en blanco el papel

en que estaba escrito el editorial que acabábamos de entregar a punto de cerrar

la edición. El maestro Zabala, tan severo en el deber, se olvidaba por un instante

de Paderewski y de la revolución proletaria, y pedía un aplauso para el mago,

con la advertencia siempre reiterada y desobedecida de que fuera la última vez.

Para mí, compartir con un mago la rutina diaria fue como descubrir por fin la

realidad.

En uno de aquellos amaneceres en Las Bóvedas, Dávila me contó su idea de

hacer un periódico de veinticuatro por veinticuatro —media cuartilla— que

circulara gratis en las tardes a la hora atropellada del cierre del comercio. Sería

el periódico más pequeño del mundo, para leer en diez minutos. Así fue. Se

llamaba Comprimido, lo escribía yo en una hora a las once de la mañana, lo

armaba y lo imprimía Dávila en dos horas y lo repartía un papelero temerario

que no tenía respiro ni para vocearlo más de una vez.

Salió el martes 18 de septiembre de 1951 y es imposible concebir un éxito

más arrasador ni más corto: tres números en tres días. Dávila me confesó que ni

siquiera con un acto de magia negra habría podido concebir una idea tan grande

a tan bajo costo, que cupiera en tan poco espacio, se ejecutara en tan poco

tiempo y desapareciera con tanta rapidez. Lo más raro fue que por un instante

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