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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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bien definida y por su carácter fuerte, del cual nos había dado una muestra

precoz a los cinco años cuando lo sorprendieron tratando de prenderle fuego a un

armario de ropa con la ilusión de ver a los bomberos apagando el incendio dentro

de la casa. Más tarde, cuando él y su hermano Cuqui fueron invitados por

condiscípulos may ores a fumar marihuana, Yiyo la rechazó asustado. El Cuqui,

en cambio, que siempre fue curioso y temerario, la aspiró a fondo. Años

después, náufrago en el tremedal de la droga, me contó que desde aquel primer

viaje se había dicho: « ¡Mierda! No quiero hacer nada más que esto en la vida» .

En los cuarenta años siguientes, con una pasión sin porvenir, no hizo más que

cumplir la promesa de morir en su ley. A los cincuenta y dos años se le fue la

mano en su paraíso artificial y lo fulminó un infarto masivo.

Nanchi —el hombre más pacífico del mundo— siguió en el ejército después

de su servicio militar obligatorio, se esmeró en toda clase de armas modernas y

participó en numerosos simulacros, pero nunca tuvo la ocasión en una de nuestras

tantas guerras crónicas. Así que se conformó con el oficio de bombero cuando

salió del ejército, pero tampoco allí tuvo la ocasión de apagar un solo incendio en

más de cinco años. Sin embargo, nunca se sintió frustrado, por un sentido del

humor que lo consagró en familia como un maestro del chiste instantáneo, y le

permitió ser feliz por el solo hecho de estar vivo.

Yiy o, en los años más difíciles de la pobreza, se hizo escritor y periodista a

puro pulso, sin haber fumado nunca ni haberse tomado un trago de más en su

vida. Su vocación literaria arrasadora y su creatividad sigilosa se impusieron

contra la adversidad. Murió a los cincuenta y cuatro años, con tiempo apenas

para publicar un libro de más de seiscientas páginas con una investigación

magistral sobre la vida secreta de Cien años de soledad, que había trabajado

durante años sin que yo lo supiera, y sin solicitarme nunca una información

directa.

Rita, apenas adolescente, supo aprovechar la lección del escarmiento ajeno.

Cuando volví a la casa de mis padres al cabo de una larga ausencia, la encontré

padeciendo el mismo purgatorio de todas por sus amores con un moreno apuesto,

serio y decente, cuya única incompatibilidad con ella eran dos cuartas y media

de estatura. Esa misma noche encontré a mi padre oyendo las noticias en la

hamaca del dormitorio. Bajé el volumen del radio, me senté en la cama de

enfrente y le pregunté con mi derecho de primogenitura qué pasaba con los

amores de Rita. Él me disparó la respuesta que sin duda tenía prevista desde

siempre.

—Lo único que pasa es que el tipo es un ratero. Justo lo que me esperaba.

—¿Ratero de qué? —le pregunté.

—Ratero ratero —me dijo él, todavía sin mirarme.

—¿Pero qué se ha robado? —le pregunté sin compasión.

Él siguió sin mirarme.

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