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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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cada capítulo y para el libro en total. Una sola falla notable de estos cálculos me

obligaría a reconsiderar todo, porque hasta un error de mecanografía me altera

como un error de creación. Pensaba que este método absoluto se debía a un

criterio exacerbado de la responsabilidad, pero hoy sé que era un simple terror,

puro y físico.

En cambio, desoy endo otra vez a don Ramón Viny es, le hice llegar a Gustavo

Ibarra el borrador completo, aunque todavía sin título, cuando lo di por

terminado. Dos días después me invitó a su casa. Lo encontré en un mecedor de

bejuco en la terraza del mar, bronceado al sol y relajado en ropa de playa, y me

conmovió la ternura con que acariciaba mis páginas mientras me hablaba. Un

verdadero maestro, que no me dictó una cátedra sobre el libro ni me dijo si le

parecía bien o mal, sino que me hizo tomar conciencia de sus valores éticos. Al

terminar me observó complacido y concluyó con su sencillez cotidiana:

—Esto es el mito de Antígona.

Por mi expresión se dio cuenta de que se me habían ido las luces, y cogió de

sus estantes el libro de Sófocles y me leyó lo que quería decir. La situación

dramática de mi novela, en efecto, era en esencia la misma de Antígona,

condenada a dejar insepulto el cadáver de su hermano Polinices por orden del

rey Creonte, tío de ambos. Yo había leído Edipo en Colona en el volumen que el

mismo Gustavo me había regalado por los días en que nos conocimos, pero

recordaba muy mal el mito de Antígona para reconstruirlo de memoria dentro

del drama de la zona bananera, cuyas afinidades emocionales no había advertido

hasta entonces. Sentí el alma revuelta por la felicidad y la desilusión. Aquella

noche volví a leer la obra, con una rara mezcla de orgullo por haber coincidido

de buena fe con un escritor tan grande y de dolor por la vergüenza pública del

plagio. Después de una semana de crisis turbia decidí hacer algunos cambios de

fondo que dejaran a salvo mi buena fe, todavía sin darme cuenta de la vanidad

sobrehumana de modificar un libro mío para que no pareciera de Sófocles. Al

final —resignado— me sentí con el derecho moral de usar una frase suya como

un epígrafe reverencial, y así lo hice.

La mudanza a Cartagena nos protegió a tiempo del deterioro grave y

peligroso de Sucre, pero la mayoría de los cálculos resultaron ilusorios, tanto por

la escasez de los ingresos como por el tamaño de la familia. Mi madre decía que

los hijos de los pobres comen más y crecen más rápido que los de los ricos, y

para demostrarlo bastaba el ejemplo de su propia casa. Los sueldos de todos no

hubieran bastado para vivir sin sobresaltos.

El tiempo se hizo cargo de lo demás. Jaime, por otra confabulación familiar,

se hizo ingeniero civil, el único de una familia que apreciaba un diploma como un

título nobiliario. Luis Enrique se hizo maestro de contabilidad y Gustavo se graduó

de topógrafo, y ambos siguieron siendo los mismos guitarristas y cantantes de

serenatas ajenas. Yiyo nos sorprendió desde muy niño con una vocación literaria

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