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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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mes por notas editoriales. Me impresionó tanto la cifra, insólita por la fecha y el

lugar, que ni siquiera contesté ni di las gracias sino que me senté a escribir dos

notas más, embriagado por la sensación de que la Tierra giraba en realidad

alrededor del sol.

Era como haber vuelto a los orígenes. Los mismos temas corregidos en rojo

liberal por el maestro Zabala, sincopados por la misma censura de un censor ya

vencido por las astucias impías de la redacción, las mismas mediasnoches de

bisté a caballo con patacones en La Cueva y el mismo tema de componer el

mundo hasta el amanecer en el paseo de los Mártires. Rojas Herazo había pasado

un año vendiendo cuadros para mudarse a cualquier parte, hasta que se casó con

Rosa Isabel, la grande, y se mudó para Bogotá. Al final de la noche me sentaba a

escribir « La Jirafa» que mandaba a El Heraldo por el único medio moderno de

entonces que era el correo ordinario, y con muy pocas faltas por fuerza may or,

hasta el pago de la deuda.

La vida con la familia completa, en condiciones azarosas, no es un dominio

de la memoria sino de la imaginación. Los padres dormían en una alcoba de la

planta baja con alguno de los menores. Las cuatro hermanas se sentían ya con

derecho de tener una alcoba para cada una. En la tercera dormían Hernando y

Alfredo Ricardo, al cuidado de Jaime, que los mantenía en estado de alerta con

sus prédicas filosóficas y matemáticas. Rita, que andaba por los catorce años,

estudiaba hasta la medianoche en la puerta de la calle bajo la luz del poste

público, para ahorrar la de la casa.

Aprendía de memoria las lecciones cantándolas en voz alta y con la gracia y

la buena dicción que todavía conserva. Muchas rarezas de mis libros vienen de

sus ejercicios de lectura, con la mula que va al molino y el chocolate del chico

de la cachucha chica y el adivino que se dedica a la bebida. La casa era más

viva y sobre todo más humana desde la medianoche, entre ir a la cocina a tomar

agua, o al excusado para urgencias líquidas o sólidas, o colgar hamacas

entrecruzadas a distintos niveles en los corredores. Yo vivía en el segundo piso

con Gustavo y Luis Enrique —cuando el tío y su hijo se instalaron en su casa

familiar—, y más tarde con Jaime, sometido a la penitencia de no pontificar

sobre nada después de las nueve de la noche. Una madrugada nos tuvo despiertos

durante varias horas el balido cíclico de un cordero huérfano. Gustavo dijo

exasperado:

—Parece un faro.

No lo olvidé nunca, porque era la clase de símiles que en aquel tiempo

atrapaba al vuelo en la vida real para la novela inminente.

Fue la casa más viva de las varias de Cartagena, que se fueron degradando al

mismo tiempo que los recursos de la familia. Buscando barrios más baratos

fuimos descendiendo de clase hasta la casa del Toril, donde se aparecía de noche

el espanto de una mujer. Tuve la suerte de no estar allí, pero los solos testimonios

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