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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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forma que se me escapaba de las manos. Eran los restos de la abuela Tranquilina

que mi madre había desenterrado y los llevaba para depositarlos en el osario de

San Pedro Claver, donde están los de mi padre y la tía Elvira Carrillo en una

misma cripta.

Mi tío Hermógenes Sol era el hombre providencial en aquella emergencia.

Lo habían nombrado secretario general de la Policía Departamental en

Cartagena y su primera disposición radical fue abrir una brecha burocrática para

salvar a la familia. Incluido y o, el descarriado político con una reputación de

comunista que no me había ganado por mi ideología sino por mi modo de vestir.

Había empleos para todos. A papá le dieron un cargo administrativo sin

responsabilidad política. A mi hermano Luis Enrique lo nombraron detective y a

mí me dieron una canonjía en las oficinas del Censo Nacional que el gobierno

conservador se empeñaba en hacer, tal vez para tener alguna idea de cuántos

adversarios quedábamos vivos. El costo moral del empleo era más peligroso para

mí que el costo político, porque cobraba el sueldo cada dos semanas y no podía

dejarme ver por el sector en el resto del mes para evitar preguntas. La

justificación oficial, no sólo para mí sino para unos ciento y tantos empleados

más, era que estaba en comisión fuera de la ciudad.

El café Moka, frente a las oficinas del censo, permanecía atestado de falsos

burócratas de los pueblos vecinos que sólo iban para cobrar. No hubo un céntimo

para mi uso personal durante el tiempo en que firmé la nómina porque mi sueldo

era sustancial y se iba completo para el presupuesto doméstico. Mientras tanto,

papá había tratado de matricularme en la facultad de derecho, y se dio de bruces

con la verdad que y o le había ocultado. El solo hecho de que él lo supiera me hizo

tan feliz como si me hubieran entregado el diploma. Mi felicidad era aún más

merecida, porque en medio de tantas contrariedades y trapisondas había

encontrado por fin el tiempo y el espacio para terminar la novela.

Mi entrada en El Universal me la hicieron sentir como un regreso a casa.

Eran las seis de la tarde, la hora más movida, y el silencio abrupto que mi

entrada provocó en los linotipos y las máquinas de escribir se me anudó en la

garganta. Al maestro Zabala no le había pasado un minuto en sus mechones de

indio. Como si nunca me hubiera ido me pidió el favor de que le escribiera una

nota editorial que tenía atrasada. Mi máquina la ocupaba un primípara

adolescente que se cayó por la prisa atolondrada con que me cedió el asiento. Lo

primero que me sorprendió fue la dificultad de una nota anónima con la

circunspección editorial, después de unos dos años de desafueros con « La

Jirafa» . Llevaba escrita una cuartilla cuando se acercó a saludarme el director

López Escauriaza. Su flema británica era un lugar común en tertulias de amigos

y caricaturas políticas, y me impresionó su rubor de alegría al saludarme con un

abrazo. Cuando terminé la nota, Zabala me esperaba con un papelito donde el

director había hecho cuentas para proponerme un sueldo de ciento veinte pesos al

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