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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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renuncia. Al contrario, me aconsejó que tomara la crisis con calma, me

tranquilizó con la idea de construirle una base firme con el consejo editorial, y y a

me avisaría cuando pudiera hacerse algo que en realidad valiera la pena.

Fue el primer indicio que tuve de que Alfonso concebía la posibilidad

inverosímil de que Crónica se acabara. Y así fue, sin pena ni gloria, el 28 de

junio, al cabo de cincuenta y ocho números en catorce meses. Sin embargo,

medio siglo después, tengo la impresión de que la revista fue un acontecimiento

importante del periodismo nacional. No quedó una colección completa, sólo los

seis primeros números, y algunos recortes en la biblioteca catalana de don

Ramón Vinyes.

Una casualidad afortunada para mí fue que en la casa donde vivía querían

cambiar los muebles de sala, y me los ofrecieron a precio de subasta. La víspera

del viaje, en mi arreglo de cuentas con El Heraldo, aceptaron anticiparme seis

meses de « La Jirafa» . Con parte de esa plata compré los muebles de May ito

para nuestra casa de Cartagena, porque sabía que la familia no llevaba los de

Sucre ni tenía modo de comprar otros. No puedo omitir que con cincuenta años

más de uso siguen bien conservados y en servicio, porque la madre agradecida

no permitió que los vendieran.

Una semana después de la visita de mi padre me mudé para Cartagena con la

única carga de los muebles y poco más de lo que llevaba puesto. Al contrario de

la primera vez, sabía cómo hacer cuanto hiciera falta, conocía a todo el que

necesitara en Cartagena, y quería de todo corazón que a la familia le fuera bien,

pero que a mí me fuera mal como castigo por mi falta de carácter. La casa

estaba en un buen lugar del barrio de la Popa, a la sombra del convento histórico

que siempre ha parecido a punto de desbarrancarse. Los cuatro dormitorios y los

dos baños de la planta baja estaban reservados para los padres y los once hijos,

y o el may or, de casi veintiséis años, y Eligió el menor, de cinco. Todos bien

criados en la cultura caribe de las hamacas y las esteras en el piso y las camas

para cuantos tuvieron lugar. En la planta alta vivía el tío Hermógenes Sol,

hermano de mi padre, con su hijo Carlos Martínez Simahan. La casa entera no

era suficiente para tantos, pero el alquiler estaba moderado por los negocios del

tío con la propietaria, de quien sólo sabíamos que era muy rica y la llamaban la

Pepa. La familia, con su implacable don de burla, no tardó en encontrar la

dirección perfecta con aires de cuplé: « La casa de la Pepa en el pie de la

Popa» . La llegada de la prole es para mí un recuerdo misterioso. Se había ido la

luz en media ciudad, y tratábamos de preparar la casa en las tinieblas para

acostar a los niños. Con mis hermanos mayores nos reconocíamos por las voces,

pero los menores habían cambiado tanto desde mi última visita, que sus ojos

enormes y tristes me espantaban a la luz de las velas. El desorden de baúles,

bultos y hamacas colgadas en las tinieblas lo sufrí como un 9 de abril doméstico.

Sin embargo, la impresión mayor la sentí cuando traté de mover un talego sin

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