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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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corazón porque me dolía que un hombre tan bondadoso tuviera que dejarse ver

por sus hijos en semejante estado de derrota. Sin embargo, me pareció que era

hacerle demasiada confianza a la vida. Al final me entregué a la fórmula fácil de

pedirle una noche de gracia para pensar.

—De acuerdo —dijo él—, siempre que no pierdas de vista que tienes en tus

manos la suerte de la familia.

La condición sobraba. Era tan consciente de mi debilidad, que cuando lo

despedí en el último autobús, a las siete de la noche, tuve que sobornar al corazón

para no irme en el asiento de al lado. Para mí era claro que se había cerrado el

ciclo, y que la familia volvía a ser tan pobre que sólo podía sobrevivir con el

concurso de todos. No era una buena noche para decidir nada. La policía había

desalojado por la fuerza a varias familias de refugiados del interior que estaban

acampados en el parque de San Nicolás huy endo de la violencia rural. Sin

embargo, la paz del café Roma era inexpugnable. Los refugiados españoles me

preguntaban siempre qué sabía de don Ramón Vinyes, y siempre les decía en

broma que sus cartas no llevaban noticias de España sino preguntas ansiosas por

las de Barranquilla. Desde que murió no volvieron a mencionarlo pero mantenían

en la mesa su silla vacía. Un contertulio me felicitó por « La Jirafa» del día

anterior que le había recordado de algún modo el romanticismo desgarrado de

Mariano José de Larra, y nunca supe por qué. El profesor Pérez Domenech me

sacó del apuro con una de sus frases oportunas: « Espero que no siga también el

mal ejemplo de pegarse un tiro» . Creo que no lo habría dicho si hubiera sabido

hasta qué punto podía ser cierto aquella noche. Media hora después llevé del

brazo a Germán Vargas hasta el fondo del café Japy. Tan pronto como nos

sirvieron le dije que tenía que hacerle una consulta urgente. Él se quedó a mitad

de camino con el pocillo que estaba a punto de probar —idéntico a don Ramón—,

y me preguntó alarmado:

—¿Para dónde se va?

Su clarividencia me impresionó.

—¡Cómo carajo lo sabe! —le dije.

No lo sabía, pero lo había previsto, y pensaba que mi renuncia sería el final

de Crónica, y una irresponsabilidad grave que pesaría sobre mí por el resto de mi

vida. Me dio a entender que era poco menos que una traición, y nadie tenía más

derecho que él para decírmelo. Nadie sabía qué hacer con Crónica pero todos

éramos conscientes de que Alfonso la había mantenido en un momento crucial,

incluso con inversiones superiores a sus posibilidades, de modo que nunca logré

quitarle a Germán la mala idea de que mi mudanza irremediable era una

sentencia de muerte para la revista. Estoy seguro de que él, que lo entendía todo,

sabía que mis motivos eran ineludibles, pero cumplió con el deber moral de

decirme lo que pensaba.

Al día siguiente, mientras me llevaba a la oficina de Crónica, Álvaro Cepeda

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