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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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su dormitorio. Así que el que no pudo entrar fue él, y lo asesinaron a cuchillo

contra la puerta cerrada.

Mi reacción inmediata fue sentarme a escribir el reportaje del crimen pero

encontré toda clase de trabas. Lo que me interesaba y a no era el crimen mismo

sino el tema literario de la responsabilidad colectiva. Pero ningún argumento

convenció a mi madre y me pareció una falta de respeto escribir sin su permiso.

Sin embargo, desde aquel día no pasó uno en que no me acosaran los deseos de

escribirlo. Empezaba a resignarme, muchos años después, mientras esperaba la

salida de un avión en el aeropuerto de Argel. La puerta de la sala de primera

clase se abrió de repente y entró un príncipe árabe con la túnica inmaculada de

su alcurnia y en el puño una hembra espléndida de halcón peregrino, que en vez

del capirote de cuero de la cetrería clásica llevaba uno de oro con incrustaciones

de diamantes. Por supuesto, me acordé de Cay etano Gentile, que había

aprendido de su padre las bellas artes de la altanería, al principio con gavilanes

criollos y luego con ejemplares magníficos trasplantados de la Arabia Feliz. En el

momento de su muerte tenía en la hacienda una halconera profesional, con dos

primas y un torzuelo amaestrados para la caza de perdices, y un neblí escocés

adiestrado para la defensa personal. Yo conocía entonces la entrevista histórica

que George Plimpton le hizo a Ernest Hemingway en The París Review sobre el

proceso de convertir un personaje de la vida real en un personaje de novela.

Hemingway le contestó: « Si y o explicara cómo se hace eso, algunas veces sería

un manual para los abogados especialistas en casos de difamación» . Sin

embargo, desde aquella mañana providencial en Argel, mi situación era la

contraria: no me sentía con ánimos para seguir viviendo en paz si no escribía la

historia de la muerte de Cayetano.

Mi madre siguió firme en su determinación de impedirlo contra todo

argumento, hasta treinta años después del drama, cuando ella misma me llamó a

Barcelona para darme la mala noticia de que Julieta Chímente, la madre de

Cay etano, había muerto sin reponerse todavía de la falta del hijo. Pero esa vez,

con su moral a toda prueba, mi madre no encontró razones para impedir el

reportaje.

—Sólo una cosa te suplico como madre —me dijo—. Trátalo como si

Cay etano fuera hijo mío.

El relato, con el título de Crónica de una muerte anunciada, se publicó dos

años después. Mi madre no lo ley ó por un motivo que conservo como otra joy a

suya en mi museo personal: « Una cosa que salió tan mal en la vida no puede

salir bien en un libro» .

El teléfono de mi escritorio había sonado a las cinco de la tarde una semana

después de la muerte de Cay etano, cuando empezaba a escribir mi tarea diaria

en El Heraldo. Llamaba mi papá, acabado de llegar a Barranquilla sin

anunciarse, y me esperaba de urgencia en el café Roma. La tensión de su voz

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