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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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—¡Ésta no es la casa!

Pero no dijo cuál, pues durante toda mi infancia la describían de tantos modos

que eran por lo menos tres casas que cambiaban de forma y sentido, según quien

las contara. La original, según le oí a mi abuela con su modo despectivo, era un

rancho de indios. La segunda, construida por los abuelos, era de bahareque y

techos de palma amarga, con una salita amplia y bien iluminada, un comedor en

forma de terraza con flores de colores alegres, dos dormitorios, un patio con un

castaño gigantesco, un huerto bien plantado y un corral donde vivían los chivos en

comunidad pacífica con los cerdos y las gallinas. Según la versión más frecuente,

ésta fue reducida a cenizas por un cohete que cay ó en la techumbre de palma

durante las celebraciones de un 20 de julio, día de la Independencia de quién

sabe cuál año de tantas guerras. Lo único que quedó de ella fueron los pisos de

cemento y el bloque de dos piezas con una puerta hacia la calle, donde estuvieron

las oficinas en las varias veces en que Papalelo fue funcionario público.

Sobre los escombros todavía calientes construyó la familia su refugio

definitivo. Una casa lineal de ocho habitaciones sucesivas, a lo largo de un

corredor con un pasamanos de begonias donde se sentaban las mujeres de la

familia a bordar en bastidor y a conversar en la fresca de la tarde. Los cuartos

eran simples y no se distinguían entre si, pero me bastó con una mirada para

darme cuenta de que en cada uno de sus incontables detalles había un instante

crucial de mi vida.

La primera habitación servía como sala de visitas y oficina personal del

abuelo. Tenía un escritorio de cortina, una poltrona giratoria de resortes, un

ventilador eléctrico y un librero vacío con un solo libro enorme y descosido: el

diccionario de la lengua. Enseguida estaba el taller de platería donde el abuelo

pasaba sus horas mejores fabricando los pescaditos de oro de cuerpo articulado y

minúsculos ojos de esmeraldas, que más le daban de gozar que de comer. Allí se

recibieron algunos personajes de nota, sobre todo políticos, desempleados

públicos, veteranos de guerras. Entre ellos, en ocasiones distintas, dos visitantes

históricos: los generales Rafael Uribe Uribe y Benjamín Herrera, quienes

almorzaron en familia. Sin embargo, lo que mi abuela recordó de Uribe Uribe

por el resto de su vida fue su sobriedad en la mesa: « Comía como un pajarito» .

El espacio común de la oficina y la platería estaba vedado a las mujeres, por

obra de nuestra cultura caribe, como lo estaban las cantinas del pueblo por orden

de la ley. Sin embargo, con el tiempo terminó por ser un cuarto de hospital, donde

murió la tía Petra y sobrellevó los últimos meses de una larga enfermedad

Wenefrida Márquez, hermana de Papalelo. De allí en adelante empezaba el

paraíso hermético de las muchas mujeres residentes y ocasionales que pasaron

por la casa durante mi infancia. Yo fui el único varón que disfrutó de los

privilegios de ambos mundos.

El comedor era apenas un tramo ensanchado del corredor con la baranda

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