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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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Díaz, un carpintero que no sólo era un compositor genial y un maestro del

acordeón, sino el único que supo repararlos mientras duró la guerra, a pesar de

ser ciego de nacimiento. El modo de vida de esos juglares propios es cantar de

pueblo en pueblo los hechos graciosos y simples de la historia cotidiana, en fiestas

religiosas o paganas, y muy sobre todo en el desmadre de los carnavales. El de

Rafael Escalona era un caso distinto. Hijo del coronel Clemente Escalona,

sobrino del célebre obispo Celedón y bachiller del liceo de Santa Marta que lleva

su nombre, empezó a componer desde muy niño para escándalo de la familia,

que consideraba el cantar con acordeón como un oficio de menestrales. No sólo

era el único juglar graduado de bachiller, sino uno de los pocos que sabían leer y

escribir en aquellos tiempos, y el hombre más altivo y enamoradizo que existió

jamás. Pero no es ni será el último: ahora los hay por cientos y cada vez más

jóvenes. Bill Clinton lo entendió así en los días finales de su presidencia, cuando

escuchó a un grupo de niños de escuela primaria que viajaron desde la Provincia

a cantar para él en la Casa Blanca.

Por aquellos días de buena fortuna me encontré por casualidad con Mercedes

Barcha, la hija del boticario de Sucre a la que le había propuesto matrimonio

desde sus trece años. Y al contrario de las otras veces, me aceptó por fin una

invitación para bailar el domingo siguiente en el hotel del Prado. Sólo entonces

supe que se había mudado a Barranquilla con su familia por la situación política,

cada vez más opresiva. Demetrio, su padre, era un liberal de racamandaca que

no se amilanó con las primeras amenazas que le hicieron cuando se recrudeció la

persecución y la ignominia social de los pasquines. Sin embargo, ante la presión

de los suy os, remató las pocas cosas que le quedaban en Sucre e instaló la

farmacia en Barranquilla, en los límites del hotel del Prado. Aunque tenía la edad

de mi papá, mantuvo siempre conmigo una amistad juvenil que solíamos

recalentar en la cantina de enfrente y más de una vez terminamos en

borracheras de galeote con el grupo completo en El Tercer Hombre. Mercedes

estudiaba entonces en Medellín y sólo iba con la familia en las vacaciones de

Navidad. Siempre fue divertida y amable conmigo, pero tenía un talento de

ilusionista para escabullirse de preguntas y respuestas y no dejarse concretar

sobre nada. Tuve que aceptarlo como una estrategia más piadosa que la

indiferencia o el rechazo, y me conformaba con que me viera con su padre y sus

amigos en la cantina de enfrente. Si él no vislumbró mi interés en aquellas

vacaciones ansiosas fue por ser el secreto mejor guardado en los primeros veinte

siglos de la cristiandad. En varias ocasiones se vanaglorió en El Tercer Hombre

de la frase que ella me había citado en Sucre en nuestro primer baile: « Mi papá

dice que todavía no ha nacido el príncipe que se casará conmigo» . Tampoco

supe si ella se lo crey ó, pero se comportaba como si lo crey era, hasta las

vísperas de aquella Navidad en que aceptó que nos encontráramos el domingo

siguiente en el baile matinal del hotel del Prado. Soy tan supersticioso que atribuí

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