Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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fórmula magistral de Lope de Vega: « Y me ordené, por lo que convenía elordenarme a la desorden mía» . No recuerdo una rechifla igual ni en el estadiode fútbol. Germán apostó a que no se me ocurriría ni una sola idea concebidafuera del Rascacielos. Según Álvaro, no iba a sobrevivir a los retortijones de trescomidas diarias y a sus horas. Alfonso, en contravía, protestó por el abuso deintervenir en mi vida privada y le echó tierra al asunto con una discusión sobre laurgencia de tomar decisiones radicales para el destino de Crónica. Pienso que enel fondo se sentían culpables de mi desorden pero eran demasiado decentes parano agradecer mi decisión con un suspiro de alivio.Al contrario de lo que podía esperarse, mi salud y mi moral mejoraron. Leíamenos por la estrechez de mi tiempo, pero le subí el tono a « La Jirafa» y meforcé a seguir escribiendo La hojarasca en mi nuevo cuarto con la máquinarupestre que me prestó Alfonso Fuenmay or, y en los amaneceres que antesmalgastaba con el Mono Guerra. En una tarde normal en la redacción delperiódico podía escribir « La Jirafa» , un editorial, algunas de mis tantasinformaciones sin firma, condensar un cuento policíaco y escribir las notas deúltima hora para el cierre de Crónica. Por fortuna, en vez de hacerse fácil con losdías, la novela en proceso empezó a imponerme sus criterios propios contra losmíos y tuve la candidez de entenderlos como un síntoma de vientos propicios.Tan resueltos estaban mis ánimos que improvisé de emergencia mi cuentonúmero diez —« Alguien desordena estas rosas» —, porque sufrió un infartograve el comentarista político al que habíamos reservado tres páginas de Crónicapara un artículo de última hora. Sólo cuando corregí la prueba impresa de micuento descubrí que era otro drama estático de los que y a escribía sin darmecuenta. Esta contrariedad acabó de agravarme el remordimiento de haberdespertado a un amigo poco antes de la medianoche para que me escribiera elartículo en menos de tres horas. Con ese ánimo de penitente escribí el cuento enel mismo tiempo, y el lunes volví a plantear en el consejo editorial la urgencia deecharnos a la calle para sacar la revista de su marasmo con reportajes dechoque. Sin embargo, la idea —que era de todos— fue rechazada una vez máscon un argumento favorable a mi felicidad: si nos echábamos a la calle, con laconcepción idílica que teníamos del reportaje, la revista no volvería a salir atiempo —si salía—. Debí entenderlo como un cumplido, pero nunca pude superarla mala idea de que la razón verdadera de ellos era el recuerdo ingrato de mireportaje sobre Berascochea.Un buen consuelo de aquellos días fue la llamada telefónica de RafaelEscalona, el autor de las canciones que se cantaban y se siguen cantando de estelado del mundo. Barranquilla era un centro vital, por el paso frecuente de losjuglares de acordeón que conocíamos en las fiestas de Aracataca, y por sudivulgación intensa en las emisoras de la costa caribe. Un cantante muy conocidoentonces era Guillermo Buitrago, que se preciaba de mantener al día las

novedades de la Provincia. Otro muy popular era Crescencio Salcedo, un indiodescalzo que se plantaba en la esquina de la lunchería Americana para cantar apalo seco las canciones de las cosechas propias y ajenas, con una voz que teníaalgo de hojalata, pero con un arte muy suy o que lo impuso entre lamuchedumbre diaria de la calle San Blas. Buena parte de mi primera juventud lapasé plantado cerca de él, sin saludarlo siquiera, sin dejarme ver, hastaaprenderme de memoria su vasto repertorio de canciones de todos.La culminación de esa pasión llegó a su clímax una tarde de sopor en que elteléfono me interrumpió cuando escribía « La Jirafa» . Una voz igual a las detantos conocidos de mi infancia me saludó sin fórmulas previas:—Quihubo, hermano. Soy Rafael Escalona.Cinco minutos después nos encontramos en un reservado del café Roma paraentablar una amistad de toda la vida. Apenas si terminamos los saludos, porqueempecé a exprimir a Escalona para que me cantara sus últimas canciones.Versos sueltos, con una voz muy baja y bien medida, que se acompañabatamboreando con los dedos en la mesa. La poesía popular de nuestras tierras sepaseaba con un vestido nuevo en cada estrofa. « Te voy a dar un ramo denomeolvides para que hagas lo que dice el significado» , cantaba. De mi parte, ledemostré que sabía de memoria los mejores cantos de su tierra, tomados desdemuy niño en el río revuelto de la tradición oral. Pero lo que más le sorprendió fueque y o le hablaba de la Provincia como si la conociera.Días antes, Escalona había viajado en autobús de Villanueva a Valledupar,mientras componía de memoria la música y la letra de una nueva canción paralos carnavales del domingo siguiente. Era su método maestro, porque no sabíaescribir música ni tocar ningún instrumento. En alguno de los pueblos intermediossubió al bus un trovador errante de abarcas y acordeón, de los y a incontables querecorrían la región para cantar de feria en feria. Escalona lo sentó a su lado y lecantó al oído las dos únicas estrofas terminadas de su nueva canción.El juglar descendió feliz en Villanueva, y Escalona siguió en el bus hastaValledupar, donde tuvo que acostarse a sudar la fiebre de cuarenta grados de unresfriado común. Tres días después fue domingo de carnaval, y la cancióninconclusa, que Escalona le había cantado en secreto al amigo casual, barrió contoda la música vieja y nueva desde Valledupar hasta el cabo de la Vela. Sólo élsupo quién la divulgó mientras sudaba su fiebre de carnaval, y quién le puso elnombre: « La vieja Sara» .La historia es verídica, pero no es rara en una región y en un gremio donde lomás natural es lo asombroso. El acordeón, que no es un instrumento propio nigeneralizado en Colombia, es popular en la provincia de Valledupar, tal vezimportado de Aruba y Curazao. Durante la segunda guerra mundial seinterrumpió la importación de Alemania, y los que ya estaban en la Provinciasobrevivieron por el cuidado de sus dueños nativos. Uno de ellos fue Leandro

fórmula magistral de Lope de Vega: « Y me ordené, por lo que convenía el

ordenarme a la desorden mía» . No recuerdo una rechifla igual ni en el estadio

de fútbol. Germán apostó a que no se me ocurriría ni una sola idea concebida

fuera del Rascacielos. Según Álvaro, no iba a sobrevivir a los retortijones de tres

comidas diarias y a sus horas. Alfonso, en contravía, protestó por el abuso de

intervenir en mi vida privada y le echó tierra al asunto con una discusión sobre la

urgencia de tomar decisiones radicales para el destino de Crónica. Pienso que en

el fondo se sentían culpables de mi desorden pero eran demasiado decentes para

no agradecer mi decisión con un suspiro de alivio.

Al contrario de lo que podía esperarse, mi salud y mi moral mejoraron. Leía

menos por la estrechez de mi tiempo, pero le subí el tono a « La Jirafa» y me

forcé a seguir escribiendo La hojarasca en mi nuevo cuarto con la máquina

rupestre que me prestó Alfonso Fuenmay or, y en los amaneceres que antes

malgastaba con el Mono Guerra. En una tarde normal en la redacción del

periódico podía escribir « La Jirafa» , un editorial, algunas de mis tantas

informaciones sin firma, condensar un cuento policíaco y escribir las notas de

última hora para el cierre de Crónica. Por fortuna, en vez de hacerse fácil con los

días, la novela en proceso empezó a imponerme sus criterios propios contra los

míos y tuve la candidez de entenderlos como un síntoma de vientos propicios.

Tan resueltos estaban mis ánimos que improvisé de emergencia mi cuento

número diez —« Alguien desordena estas rosas» —, porque sufrió un infarto

grave el comentarista político al que habíamos reservado tres páginas de Crónica

para un artículo de última hora. Sólo cuando corregí la prueba impresa de mi

cuento descubrí que era otro drama estático de los que y a escribía sin darme

cuenta. Esta contrariedad acabó de agravarme el remordimiento de haber

despertado a un amigo poco antes de la medianoche para que me escribiera el

artículo en menos de tres horas. Con ese ánimo de penitente escribí el cuento en

el mismo tiempo, y el lunes volví a plantear en el consejo editorial la urgencia de

echarnos a la calle para sacar la revista de su marasmo con reportajes de

choque. Sin embargo, la idea —que era de todos— fue rechazada una vez más

con un argumento favorable a mi felicidad: si nos echábamos a la calle, con la

concepción idílica que teníamos del reportaje, la revista no volvería a salir a

tiempo —si salía—. Debí entenderlo como un cumplido, pero nunca pude superar

la mala idea de que la razón verdadera de ellos era el recuerdo ingrato de mi

reportaje sobre Berascochea.

Un buen consuelo de aquellos días fue la llamada telefónica de Rafael

Escalona, el autor de las canciones que se cantaban y se siguen cantando de este

lado del mundo. Barranquilla era un centro vital, por el paso frecuente de los

juglares de acordeón que conocíamos en las fiestas de Aracataca, y por su

divulgación intensa en las emisoras de la costa caribe. Un cantante muy conocido

entonces era Guillermo Buitrago, que se preciaba de mantener al día las

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