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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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acomodo. Hacía una vida social intensa, participaba en certámenes artísticos y

sociales con mis sandalias de peregrino que parecían compradas para imitar a

Álvaro Cepeda, con un solo pantalón de lienzo y dos camisas de diagonal que

lavaba en la ducha.

De un día para otro, por razones diversas —y algunas demasiado frívolas—

empecé a mejorar la ropa, me corté el pelo como recluta, me adelgacé el bigote

y aprendí a usar unos zapatos de senador que me regaló sin estrenar el doctor

Rafael Marriaga, miembro itinerante del grupo e historiador de la ciudad, porque

le quedaban grandes. Por la dinámica inconsciente del arribismo social empecé a

sentir que me ahogaba de calor en el cuarto del Rascacielos, como si Aracataca

hubiera estado en Siberia, y a sufrir por los clientes de paso que hablaban en voz

alta al levantarse y no me cansaba de refunfuñar porque las pájaras de la noche

seguían arriando a sus cuartos cuadrillas enteras de marineros de agua dulce.

Hoy me doy cuenta de que mi catadura de mendigo no era por pobre ni por

poeta sino porque mis energías estaban concentradas a fondo en la tozudez de

aprender a escribir. Tan pronto como vislumbré el buen camino abandoné el

Rascacielos y me mudé al apacible barrio del Prado, en el otro extremo urbano

y social, a dos cuadras de la casa de Meira Delmar y a cinco del hotel histórico

donde los hijos de los ricos bailaban con sus amantes vírgenes después de la misa

del domingo. O como dijo Germán: empecé a mejorar para mal.

Vivía en la casa de las hermanas Ávila —Esther, Mayito y Toña—, a quienes

había conocido en Sucre, y estaban empeñadas desde hacía tiempo en

redimirme de la perdición. En vez del cubículo de cartón donde perdí tantas

escamas de nieto consentido, tenía entonces una alcoba propia con baño privado

y una ventana sobre el jardín, y las tres comidas diarias por muy poco más que

mi sueldo de carretero. Compré un pantalón y media docena de camisas

tropicales con flores y pájaros pintados, que por un tiempo me merecieron una

fama secreta de maricón de buque. Amigos antiguos que no habían vuelto a

cruzarse conmigo los encontraba entonces en cualquier parte. Descubrí con

alborozo que citaban de memoria los despropósitos de « La Jirafa» , eran

fanáticos de Crónica por lo que ellos llamaban su pundonor deportivo y hasta

leían mis cuentos sin acabar de entenderlos. Encontré a Ricardo González Ripoll,

mi vecino de dormitorio en el Liceo Nacional, que se había instalado en

Barranquilla con su diploma de arquitecto y en menos de un año había resuelto la

vida con un Chevrolet cola de pato, de edad incierta, donde enlataba al amanecer

hasta ocho pasajeros. Me recogía en casa a la prima noche tres veces por

semana para irnos de parranda con nuevos amigos obsesionados por enderezar el

país, unos con fórmulas de magia política y otros a trompadas con la policía.

Cuando se enteró de estas novedades, mi madre me mandó un recado muy

suy o: « La plata llama plata» . A los del grupo no les informé nada de la mudanza

hasta una noche en que los encontré en la mesa del café Japy, y me agarré de la

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