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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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Los originales en tiras de papel de imprenta, masticadas e incompletas, se los

encomendamos a Tita por el temor de que Álvaro volviera a traspapelarlos por

descuido o a propósito.

Dos de esos cuentos se publicaron en Crónica y los demás los guardó Germán

Vargas durante unos dos años mientras se encontraba una solución editorial. La

pintora Cecilia Porras, siempre fiel al grupo, los ilustró con unos dibujos

inspirados que eran una radiografía de Álvaro vestido de todo lo que podía ser al

mismo tiempo: chofer de camión, pay aso de feria, poeta loco, estudiante de

Columbia o cualquier otro oficio, menos de hombre común y corriente. El libro

lo editó la librería Mundo con el título de Todos estábamos a la espera, y fue un

acontecimiento editorial que sólo pasó inadvertido para la crítica doctoral. Para

mí —y así lo escribí entonces— fue el mejor libro de cuentos que se había

publicado en Colombia.

Alfonso Fuenmay or, por su parte, escribió comentarios críticos y de maestro

de letras en periódicos y revistas, pero tenía un gran pudor de reunirlos en libros.

Era un lector de una voracidad descomunal, apenas comparable a la de Álvaro

Mutis o Eduardo Zalamea. Germán Vargas y él eran críticos tan drásticos, que lo

fueron más con sus propios cuentos que con los del prójimo, pero su manía de

encontrar valores jóvenes no les falló nunca. Fue la primavera creativa en que

corrió el rumor insistente de que Germán se trasnochaba escribiendo cuentos

magistrales, pero no se supo nada de ellos hasta muchos años después, cuando se

encerró en el dormitorio de su casa paterna y los quemó horas antes de casarse

con mi comadre Susana Linares, para estar seguro de que no serían leídos ni por

ella. Se suponía que eran cuentos y ensay os, y quizás el borrador de una novela,

pero Germán no dijo jamás una palabra sobre ellos ni antes ni después, y sólo en

las vísperas de su boda tomó las precauciones drásticas para que no lo supiera ni

la mujer que sería su esposa desde el día siguiente. Susana se dio cuenta, pero no

entró en el cuarto para impedirlo, porque su suegra no se lo habría permitido.

« En aquel tiempo —me dijo Susi años después con su humor atropellado— una

novia no podía entrar antes de casarse en el dormitorio de su prometido» .

No había pasado un año cuando las cartas de don Ramón empezaron a ser

menos explícitas, y cada vez más tristes y escasas. Entré en la librería Mundo el

7 de may o de 1952, a las doce del día, y Germán no tuvo que decírmelo para

darme cuenta de que don Ramón había muerto, dos días antes, en la Barcelona

de sus sueños. El único comentario, a medida que llegábamos al café del

mediodía, fue el mismo de todos:

—¡Qué vaina!

No fui consciente entonces de que estaba viviendo un año diferente de mi

vida, y hoy no tengo dudas de que fue decisivo. Hasta entonces me había

conformado con mi pinta de perdulario. Era querido y respetado por muchos, y

admirado por algunos, en una ciudad donde cada quien vivía a su modo y

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