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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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alcaravanes les sacaron los ojos y nadie lo crey ó. Tenía sólo cuatro cuartillas de

tamaño oficio a doble espacio, y estaba contado en primera persona del plural

por una voz sin nombre. Es de un realismo transparente y sin embargo el más

enigmático de mis cuentos, que además me enfiló por un rumbo que estaba a

punto de abandonar por no poder. Había empezado a escribir a las cuatro de la

madrugada del viernes y terminé a las ocho de la mañana atormentado por un

deslumbramiento de adivino. Con la complicidad infalible de Porfirio Mendoza,

el armador histórico de El Heraldo, reformé el diagrama previsto para la edición

de Crónica que circulaba el día siguiente. En el último minuto, desesperado por la

guillotina del cierre, le dicté a Porfirio el título definitivo que acababa por fin de

encontrar, y él lo escribió en directo en el plomo fundido: « La noche de los

alcaravanes» .

Para mí fue el principio de una nueva época, después de nueve cuentos que

estaban todavía en el limbo metafísico y cuando no tenía ningún proy ecto para

proseguir con un género que no lograba atrapar. Jorge Zalamea lo reprodujo el

mes siguiente en Crítica, excelente revista de poesía grande. He vuelto a leerlo

cincuenta años después, antes de escribir este párrafo, y creo que no le

cambiaría ni una coma. En medio del desorden sin brújula en que estaba

viviendo, aquél fue el principio de una primavera.

El país, en cambio, entraba en barrena. Laureano Gómez había regresado de

Nueva York para ser proclamado candidato conservador a la presidencia de la

República. El liberalismo se abstuvo ante el imperio de la violencia, y Gómez fue

elegido en solitario para el 7 de agosto de 1950. Puesto que el Congreso estaba

clausurado, tomó posesión ante la Corte Suprema de Justicia.

Apenas si alcanzó a gobernar de cuerpo presente, pues a los quince meses se

retiró de la presidencia por motivos reales de salud. Lo reemplazó el jurista y

parlamentario conservador Roberto Urdaneta Arbeláez, en su condición de

primer designado de la República. Los buenos entendedores lo interpretaron

como una fórmula muy propia de Laureano Gómez para dejar el poder en otras

manos, pero sin perderlo, y seguir gobernando desde su casa por interpuesta

persona. Y en casos urgentes, por teléfono.

Pienso que el regreso de Álvaro Cepeda con su grado de la Universidad de

Columbia, un mes antes del sacrificio del alcaraván, fue decisivo para

sobrellevar los hados funestos de aquellos días. Volvió más despelucado y sin el

bigote de cepillo, y más cerrero que cuando se fue. Germán Vargas y yo, que lo

esperábamos hacía varios meses con el temor de que lo hubieran desbravado en

Nueva York, nos moríamos de risa cuando lo vimos bajar del avión de saco y

corbata y saludando desde la escalerilla con la primicia de Hemingway: Al otro

lado del río y entre los árboles. Se lo arranqué de las manos, lo acaricié por

ambos lados, y cuando quise preguntarle algo, Álvaro se me adelantó:

—¡Es una mierda!

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