Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

11.12.2019 Views

distribución personal en las cantinas favoritas, desde El Tercer Hombre hasta lastaciturnas del puerto fluvial, donde los escasos beneficios teníamos que cobrarlosen especies etílicas.Uno de los colaboradores más puntuales, y sin duda el más leído, resultó serel Vate Osío. Desde el primer número de Crónica fue uno de los infalibles, y su« Diario de una mecanógrafa» , con el seudónimo de Dolly Meló, terminó porconquistar el corazón de los lectores. Nadie podía creer que tantos oficiosdispersos fueran hechos con tanta gentileza por un mismo hombre.Bob Prieto podía impedir el naufragio de Crónica con cualquier hallazgomédico o artístico de la Edad Media. Pero en materia de trabajo tenía una normadiáfana: si no pagan no hay producto. Muy pronto, por supuesto, y con el dolor ennuestras almas, no lo hubo.De Julio Mario Santodomingo alcanzamos a publicar cuatro cuentosenigmáticos escritos en inglés, que Alfonso traducía con la ansiedad de uncazador de libélulas en las frondas de sus diccionarios raros, y que AlejandroObregón ilustraba con un refinamiento de artista grande. Pero Julio Marioviajaba tanto, y con tantos destinos opuestos, que se volvió un socio invisible. SóloAlfonso Fuenmayor supo dónde encontrarlo, y nos lo reveló con una fraseinquietante:—Cada vez que veo pasar un avión pienso que allí va Julio MarioSantodomingo.El resto eran colaboradores ocasionales que en los últimos minutos del cierre—o del pago— nos mantenían con el alma en un hilo.Bogotá se acercó a nosotros como iguales, pero ninguno de los amigos útileshizo esfuerzos de ninguna clase para mantener a flote el semanario. Salvo JorgeZalamea, que entendió las afinidades entre su revista y la nuestra, y nos propusoun pacto de intercambio de materiales que dio buenos resultados. Pero creo queen realidad nadie apreció lo que Crónica tenía y a de milagro. El consejo editorialeran dieciséis miembros escogidos por nosotros de acuerdo con los méritosreconocidos de cada uno, y todos eran seres de carne y hueso, pero tanpoderosos y ocupados que bien podía dudarse de su existencia.Crónica tuvo para mí la importancia lateral de obligarme a improvisarcuentos de emergencia para llenar espacios imprevistos en la angustia del cierre.Me sentaba a la máquina mientras linotipistas y armadores hacían lo suy o, einventaba de la nada un relato del tamaño del hueco. Así escribí « De cómoNatanael hace una visita» , que me resolvió un problema de urgencia alamanecer, y « Ojos de perro azul» cinco semanas después.El primero de esos dos cuentos fue el origen de una serie con un mismopersonaje, cuyo nombre tomé sin permiso de André Gide. Más tarde escribí « Elfinal de Natanael» para resolver otro drama de última hora. Ambos formaronparte de una secuencia de seis, que archivé sin dolor cuando me di cuenta de que

no tenían nada que ver conmigo. De los que me quedaron a medias recuerdo unosin la menor idea de su argumento: « De cómo Natanael se viste de novia» . Elpersonaje no se me parece hoy a nadie que haya conocido, ni estaba fundado envivencias propias o ajenas, ni puedo imaginarme siquiera cómo podía ser uncuento mío con un tema tan equívoco. Natanael, en definitiva, era un riesgoliterario sin ningún interés humano. Es bueno recordar estos desastres para noolvidar que un personaje no se inventa de cero, como quise hacerlo conNatanael. Por fortuna la imaginación no me dio para llegar tan lejos de mímismo y, por desgracia, también era un convencido de que el trabajo literariotenía que pagarse tan bien como pegar ladrillos, y si pagábamos bien y puntualesa los tipógrafos, con más razón había que pagarles a los escritores.La mejor resonancia que teníamos de nuestro trabajo en Crónica nos llegabaen las cartas de don Ramón a Germán Vargas. Se interesaba por las noticiasmenos pensadas y por los amigos y hechos de Colombia, y Germán le mandabarecortes de prensa y le contaba en cartas interminables las noticias que prohibíala censura. Es decir, para él había dos Crónicas: la que hacíamos nosotros y laque le resumía Germán los fines de semana. Los comentarios entusiastas oseveros de don Ramón sobre nuestros artículos eran nuestra avidez mayor.Entre las varias causas con que quisieron explicarse los tropiezos de Crónica,y aun las incertidumbres del grupo, supe por casualidad que algunos los atribuíana mi mala suerte congénita y contagiosa. Como una prueba mortal se citaba mireportaje sobre Berascochea, el futbolista brasileño, con el cual quisimosconciliar deporte y literatura en un género nuevo y fue el descalabro definitivo.Cuando me enteré de mi fama indigna y a estaba muy extendida entre losclientes del Japy. Desmoralizado hasta el tuétano la comenté con GermánVargas, que y a la conocía, como el resto del grupo.—Tranquilo, maestro —me dijo sin la menor duda—. Escribir como ustedescribe sólo se explica por una buena suerte que no la derrota nadie.No todo fueron malas noches. La del 27 de julio de 1950, en la casa de fiestasde la Negra Eufemia, tuvo un cierto valor histórico en mi vida de escritor. No sépor qué buena causa la dueña había ordenado un sancocho épico de cuatrocarnes, y los alcaravanes alborotados por los olores montaraces extremaron loschillidos alrededor del fogón. Un cliente frenético agarró un alcaraván por elcuello y lo echó vivo en la olla hirviendo. El animal alcanzó apenas a lanzar unaullido de dolor con un aletazo final y se hundió en los profundos infiernos. Elasesino bárbaro trató de agarrar otro, pero la Negra Eufemia estaba ya levantadadel trono con todo su poder.—¡Quietos, carajo —gritó—, que los alcaravanes les van a sacar los ojos!Sólo a mí me importó, porque fui el único que no tuvo alma para probar elsancocho sacrílego. En vez de irme a dormir me precipité a la oficina de Crónicay escribí de un solo trazo el cuento de tres clientes de un burdel a quienes los

distribución personal en las cantinas favoritas, desde El Tercer Hombre hasta las

taciturnas del puerto fluvial, donde los escasos beneficios teníamos que cobrarlos

en especies etílicas.

Uno de los colaboradores más puntuales, y sin duda el más leído, resultó ser

el Vate Osío. Desde el primer número de Crónica fue uno de los infalibles, y su

« Diario de una mecanógrafa» , con el seudónimo de Dolly Meló, terminó por

conquistar el corazón de los lectores. Nadie podía creer que tantos oficios

dispersos fueran hechos con tanta gentileza por un mismo hombre.

Bob Prieto podía impedir el naufragio de Crónica con cualquier hallazgo

médico o artístico de la Edad Media. Pero en materia de trabajo tenía una norma

diáfana: si no pagan no hay producto. Muy pronto, por supuesto, y con el dolor en

nuestras almas, no lo hubo.

De Julio Mario Santodomingo alcanzamos a publicar cuatro cuentos

enigmáticos escritos en inglés, que Alfonso traducía con la ansiedad de un

cazador de libélulas en las frondas de sus diccionarios raros, y que Alejandro

Obregón ilustraba con un refinamiento de artista grande. Pero Julio Mario

viajaba tanto, y con tantos destinos opuestos, que se volvió un socio invisible. Sólo

Alfonso Fuenmayor supo dónde encontrarlo, y nos lo reveló con una frase

inquietante:

—Cada vez que veo pasar un avión pienso que allí va Julio Mario

Santodomingo.

El resto eran colaboradores ocasionales que en los últimos minutos del cierre

—o del pago— nos mantenían con el alma en un hilo.

Bogotá se acercó a nosotros como iguales, pero ninguno de los amigos útiles

hizo esfuerzos de ninguna clase para mantener a flote el semanario. Salvo Jorge

Zalamea, que entendió las afinidades entre su revista y la nuestra, y nos propuso

un pacto de intercambio de materiales que dio buenos resultados. Pero creo que

en realidad nadie apreció lo que Crónica tenía y a de milagro. El consejo editorial

eran dieciséis miembros escogidos por nosotros de acuerdo con los méritos

reconocidos de cada uno, y todos eran seres de carne y hueso, pero tan

poderosos y ocupados que bien podía dudarse de su existencia.

Crónica tuvo para mí la importancia lateral de obligarme a improvisar

cuentos de emergencia para llenar espacios imprevistos en la angustia del cierre.

Me sentaba a la máquina mientras linotipistas y armadores hacían lo suy o, e

inventaba de la nada un relato del tamaño del hueco. Así escribí « De cómo

Natanael hace una visita» , que me resolvió un problema de urgencia al

amanecer, y « Ojos de perro azul» cinco semanas después.

El primero de esos dos cuentos fue el origen de una serie con un mismo

personaje, cuyo nombre tomé sin permiso de André Gide. Más tarde escribí « El

final de Natanael» para resolver otro drama de última hora. Ambos formaron

parte de una secuencia de seis, que archivé sin dolor cuando me di cuenta de que

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