Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

11.12.2019 Views

siempre a su edad. No fue un hallazgo de creación, ni mucho menos, sino apenasun recurso técnico.El nuevo libro no tuvo ningún cambio de fondo durante la escritura ni ningunaversión distinta de la original, salvo supresiones y remiendos durante unos dosaños antes de su primera edición, casi por el vicio de seguir corrigiendo hastamorir. El pueblo —muy distinto del que y o tenía en el proy ecto anterior— lohabía visualizado en la realidad cuando volví a Aracataca con mi madre, peroeste nombre —como me lo había advertido el muy sabio don Ramón— mepareció tan poco convincente como el de Barranquilla, pues también carecía delsoplo mítico que buscaba para la novela. Así que decidí llamarlo con el nombreque sin duda conocía de niño, pero cuy a carga mágica no se me había reveladohasta entonces: Macondo.Tuve que cambiar el título de La casa —tan familiar entonces entre misamigos— porque no tenía nada que ver con el nuevo proy ecto, pero cometí elerror de anotar en un cuaderno de escuela los títulos que se me iban ocurriendomientras escribía, y llegué a tener más de ochenta. Por fin lo encontré sinbuscarlo en la primera versión y a casi terminada, cuando cedí a la tentación deescribirle un prólogo de autor. El título me saltó a la cara, como el más desdeñosoy a la vez compasivo con que mi abuela, en sus rezagos de aristócrata, bautizó ala marabunta de la United Fruit Company : La hojarasca.Los autores que me estimularon más para escribirla fueron los novelistasnorteamericanos, y en especial los que me mandaron a Sucre los amigos deBarranquilla. Sobre todo por las afinidades de toda índole que encontraba entrelas culturas del sur profundo y la del Caribe, con la que tengo una identificaciónabsoluta, esencial e insustituible en mi formación de ser humano y escritor.Desde estas tomas de conciencia empecé a leer como un auténtico novelistaartesanal, no sólo por placer, sino por la curiosidad insaciable de descubrir cómoestaban escritos los libros de los sabios. Los leía primero por el derecho, luego porel revés, y los sometía a una especie de destripamiento quirúrgico hastadesentrañar los misterios más recónditos de su estructura. Por lo mismo, mibiblioteca no ha sido nunca mucho más que un instrumento de trabajo, dondepuedo consultar al instante un capítulo de Dostoievski, o precisar un dato sobre laepilepsia de Julio César o sobre el mecanismo de un carburador de automóvil.Tengo, incluso, un manual para cometer asesinatos perfectos, por si lo necesitaraalguno de mis personajes desvalidos. El resto lo hicieron los amigos que meorientaban en mis lecturas y me prestaban los libros que debía leer en elmomento justo, y los que han hecho las lecturas despiadadas de mis originalesantes de publicarse.Ejemplos como ése me dieron una nueva conciencia de mí mismo, y elproyecto de Crónica acabó de darme alas. Nuestra moral era tan alta que a pesarde los obstáculos insuperables llegamos a tener oficinas propias en un tercer piso

sin ascensor, entre los pregones de las vivanderas y los autobuses sin ley de lacalle San Blas, que era una feria turbulenta desde el amanecer hasta las siete dela noche. Apenas si cabíamos. Todavía no habían instalado el teléfono, y el aireacondicionado era una fantasía que podía costarnos más que el semanario, peroy a Fuenmay or había tenido tiempo de atiborrar la oficina con sus enciclopediasdesmanteladas, sus recortes de prensa en cualquier idioma y sus celebresmanuales de oficios raros. En su escritorio de director estaba la históricaUnderwood que había rescatado con grave riesgo de su vida en el incendio deuna embajada, y que hoy día es una joy a en el Museo Romántico deBarranquilla. El otro escritorio único lo ocupaba y o, con una máquina prestadapor El Heraldo, en mi condición flamante de jefe de redacción. Había una mesade dibujo para Alejandro Obregón, Orlando Guerra y Alfonso Meló, tres pintoresfamosos que se comprometieron en su sano juicio a ilustrar gratis lascolaboraciones, y así lo hicieron, primero por la generosidad congénita de todos,y al final porque no teníamos un céntimo disponible ni para nosotros mismos. Elfotógrafo más constante y sacrificado fue Quique Scopell.Aparte del trabajo de redacción, que era el propio de mi título, mecorrespondía también vigilar el proceso de armada y asistir al corrector depruebas a pesar de mi ortografía de holandés. Puesto que subsistía con El Heraldomi compromiso de continuar « La Jirafa» , no tenía mucho tiempo paracolaboraciones regulares en Crónica. Sí lo tenía, en cambio, para escribir miscuentos en las horas muertas de la madrugada.Alfonso, especialista en todos los géneros, puso el peso de su fe en los cuentospolicíacos, por los cuales tenía una pasión sedienta. Los traducía o seleccionaba,y y o los sometía a un proceso de simplificación formal que habría de servirmepara mi oficio. Consistía en ahorrar espacio por la eliminación no sólo de laspalabras inútiles sino también de los hechos superfluos, hasta dejarlos en la puraesencia sin afectar su poder de convicción. Es decir, borrar todo lo que pudierasobrar en un género drástico en el que cada palabra debería responder por toda laestructura. Este fue un ejercicio de los más útiles en mis investigaciones sesgadaspara aprender la técnica de contar un cuento.Algunos de los mejores de José Félix Fuenmay or nos salvaron varios sábados,pero la circulación permanecía impávida. Sin embargo, la eterna tabla desalvación fue el temple de Alfonso Fuenmayor, a quien nunca se le reconocieronméritos de hombre de empresa, y se empeñó en la nuestra con una tenacidadsuperior a sus fuerzas, que él mismo trataba de desbaratar a cada paso con suterrible sentido del humor. Lo hacía todo, desde escribir los editoriales máslúcidos hasta las notas más inútiles, con el mismo tesón con que conseguíaanuncios, créditos impensables y obras exclusivas de colaboradores difíciles.Pero fueron milagros estériles. Cuando los voceadores regresaban con la mismacantidad de ejemplares que se habían llevado para vender, intentábamos la

siempre a su edad. No fue un hallazgo de creación, ni mucho menos, sino apenas

un recurso técnico.

El nuevo libro no tuvo ningún cambio de fondo durante la escritura ni ninguna

versión distinta de la original, salvo supresiones y remiendos durante unos dos

años antes de su primera edición, casi por el vicio de seguir corrigiendo hasta

morir. El pueblo —muy distinto del que y o tenía en el proy ecto anterior— lo

había visualizado en la realidad cuando volví a Aracataca con mi madre, pero

este nombre —como me lo había advertido el muy sabio don Ramón— me

pareció tan poco convincente como el de Barranquilla, pues también carecía del

soplo mítico que buscaba para la novela. Así que decidí llamarlo con el nombre

que sin duda conocía de niño, pero cuy a carga mágica no se me había revelado

hasta entonces: Macondo.

Tuve que cambiar el título de La casa —tan familiar entonces entre mis

amigos— porque no tenía nada que ver con el nuevo proy ecto, pero cometí el

error de anotar en un cuaderno de escuela los títulos que se me iban ocurriendo

mientras escribía, y llegué a tener más de ochenta. Por fin lo encontré sin

buscarlo en la primera versión y a casi terminada, cuando cedí a la tentación de

escribirle un prólogo de autor. El título me saltó a la cara, como el más desdeñoso

y a la vez compasivo con que mi abuela, en sus rezagos de aristócrata, bautizó a

la marabunta de la United Fruit Company : La hojarasca.

Los autores que me estimularon más para escribirla fueron los novelistas

norteamericanos, y en especial los que me mandaron a Sucre los amigos de

Barranquilla. Sobre todo por las afinidades de toda índole que encontraba entre

las culturas del sur profundo y la del Caribe, con la que tengo una identificación

absoluta, esencial e insustituible en mi formación de ser humano y escritor.

Desde estas tomas de conciencia empecé a leer como un auténtico novelista

artesanal, no sólo por placer, sino por la curiosidad insaciable de descubrir cómo

estaban escritos los libros de los sabios. Los leía primero por el derecho, luego por

el revés, y los sometía a una especie de destripamiento quirúrgico hasta

desentrañar los misterios más recónditos de su estructura. Por lo mismo, mi

biblioteca no ha sido nunca mucho más que un instrumento de trabajo, donde

puedo consultar al instante un capítulo de Dostoievski, o precisar un dato sobre la

epilepsia de Julio César o sobre el mecanismo de un carburador de automóvil.

Tengo, incluso, un manual para cometer asesinatos perfectos, por si lo necesitara

alguno de mis personajes desvalidos. El resto lo hicieron los amigos que me

orientaban en mis lecturas y me prestaban los libros que debía leer en el

momento justo, y los que han hecho las lecturas despiadadas de mis originales

antes de publicarse.

Ejemplos como ése me dieron una nueva conciencia de mí mismo, y el

proyecto de Crónica acabó de darme alas. Nuestra moral era tan alta que a pesar

de los obstáculos insuperables llegamos a tener oficinas propias en un tercer piso

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