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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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El modelo de una epopeya como la que yo soñaba no podía ser otro que el de

mi propia familia, que nunca fue protagonista y ni siquiera víctima de algo, sino

testigo inútil y víctima de todo. Empecé a escribirla a la hora misma del regreso,

pues y a no me servía para nada la elaboración con recursos artificiales, sino la

carga emocional que arrastraba sin saberlo y me había esperado intacta en la

casa de los abuelos. Desde mi primer paso en las arenas ardientes del pueblo me

había dado cuenta de que mi método no era el más feliz para contar aquel

paraíso terrenal de la desolación y la nostalgia, aunque gasté mucho tiempo y

trabajo para encontrar el método correcto. Los atafagos de Crónica, a punto de

salir, no fueron un obstáculo, sino todo lo contrario: un freno de orden para la

ansiedad.

Salvo Alfonso Fuenmay or —que me sorprendió en la fiebre creativa horas

después de que empecé a escribirla— el resto de mis amigos crey ó por mucho

tiempo que seguía con el viejo proyecto de La casa. Decidí que así fuera por el

temor pueril de que se descubriera el fracaso de una idea de la cual había

hablado tanto como si fuera una obra maestra. Pero también lo hice por la

superstición que todavía cultivo de contar una historia y escribir otra distinta para

que no se sepa cuál es cuál. Sobre todo en las entrevistas de prensa, que al fin y al

cabo son un género de ficción peligroso para escritores tímidos que no quieren

decir más de lo que deben. Sin embargo, Germán Vargas debió descubrirlo con

su perspicacia misteriosa, porque meses después del viaje de don Ramón a

Barcelona se lo dijo en una carta: « Creo que Gabito ha abandonado el proy ecto

de La casa y está metido en otra novela» . Don Ramón, por supuesto, lo sabía

desde antes de irse.

Desde la primera línea tuve por cierto que el nuevo libro debía sustentarse

con los recuerdos de un niño de siete años sobreviviente de la matanza pública de

1928 en la zona bananera. Pero lo descarté muy pronto, porque el relato quedaba

limitado al punto de vista de un personaje sin bastantes recursos poéticos para

contarlo, Entonces tomé conciencia de que mi aventura de leer Ulises a los veinte

años, y más tarde El sonido y la furia, eran dos audacias prematuras sin futuro, y

decidí releerlos con una óptica menos prevenida. En efecto, mucho de lo que me

había parecido pedante o hermético en Joyce y Faulkner se me reveló entonces

con una belleza y una sencillez aterradoras. Pensé en diversificar el monólogo

con voces de todo el pueblo, como un coro griego narrador, al modo de Mientras

yo agonizo, que son reflexiones de toda una familia interpuestas alrededor de un

moribundo. No me sentí capaz de repetir su recurso sencillo de indicar los

nombres de los protagonistas en cada parlamento, como en los textos de teatro,

pero me dio la idea de usar sólo las tres voces del abuelo, la madre y el niño,

cuyos tonos y destinos tan diferentes podían identificarse por sí solos. El abuelo

de la novela no sería tuerto como el mío, pero era cojo; la madre absorta, pero

inteligente, como la mía, y el niño inmóvil, asustado y pensativo, como lo fui

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