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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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En uno de los tantos descuidos de aquellos días la olvidé en un taxi, y lo

entendí sin amarguras como una trastada más de mi mala suerte. No hice ningún

esfuerzo por recuperarla, pero Alfonso Fuenmayor, alarmado por mi

negligencia, redactó y publicó una nota al final de mi sección: « El último sábado

se quedó olvidada una papelera en un automóvil de servicio público. En vista de

que el dueño de esa papelera y el autor de esta sección son, coincidencialmente,

una misma persona, ambos agradeceríamos a quien la tenga se sirva

comunicarse con cualquiera de los dos. La papelera no contiene en absoluto

objetos de valor: solamente "jirafas" inéditas» . Dos días después alguien dejó

mis borradores en la portería de El Heraldo, pero sin la carpeta, y con tres

errores de ortografía corregidos con muy buena letra en tinta verde.

El sueldo diario me alcanzaba justo para pagar el cuarto, pero lo que menos

me importaba en aquellos días era el abismo de la pobreza. Las muchas veces en

que no pude pagarlo me iba a leer en el café Roma como lo que era en realidad:

un solitario al garete en la noche del paseo Bolívar. A cualquier conocido le hacía

un saludo de lejos, si es que me dignaba mirarlo, y seguía de largo hasta mi

reservado habitual, donde muchas veces leí hasta que me espantaba el sol. Pues

aun entonces seguía siendo un lector insaciable sin ninguna formación

sistemática. Sobre todo de poesía, aun de la mala, pues en los peores ánimos

estuve convencido de que la mala poesía conduce tarde o temprano a la buena.

En mis notas de « La Jirafa» me mostraba muy sensible a la cultura popular,

al contrario de mis cuentos que más bien parecían acertijos kafkianos escritos por

alguien que no sabía en qué país vivía. Sin embargo, la verdad de mi alma era

que el drama de Colombia me llegaba como un eco remoto y sólo me conmovía

cuando se desbordaba en ríos de sangre. Encendía un cigarrillo sin terminar el

anterior, aspiraba el humo con las ansias de vida con que los asmáticos se beben

el aire, y las tres cajetillas que consumía en un día se me notaban en las uñas y

en una tos de perro viejo que perturbó mi juventud. En fin, era tímido y triste,

como buen caribe, y tan celoso de mi intimidad que cualquier pregunta sobre ella

la contestaba con un desplante retórico. Estaba convencido de que mi mala suerte

era congénita y sin remedio, sobre todo con las mujeres y el dinero, pero no me

importaba, pues creía que la buena suerte no me hacía falta para escribir bien.

No me interesaban la gloria, ni la plata, ni la vejez, porque estaba seguro de que

iba a morir muy joven y en la calle.

El viaje con mi madre para vender la casa de Aracataca me rescató de ese

abismo, y la certidumbre de la nueva novela me indicó el horizonte de un

porvenir distinto. Fue un viaje decisivo entre los numerosos de mi vida, porque

me demostró en carne propia que el libro que había tratado de escribir era una

pura invención retórica sin sustento alguno en una verdad poética. El proyecto,

por supuesto, saltó en añicos al enfrentarlo con la realidad en aquel viaje

revelador.

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