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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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rigor que me la recibía en prenda hasta por tres noches. Llegó a ser un acuerdo

tan serio que algunas veces se la dejaba en el mostrador sin decirle más que las

buenas noches, y y o mismo cogía la llave en el tablero y subía a mi cuarto.

Germán vivía pendiente a toda hora de mis carencias, hasta el punto de saber

si no tenía dónde dormir y me daba a hurtadillas el peso y medio para la cama.

Nunca supe cómo lo sabía. Gracias a mi buena conducta me hice a la confianza

del personal del hotel, hasta el punto de que las putitas me prestaban para la

ducha su jabón personal. En el puesto de mando, con sus tetas siderales y su

cráneo de calabaza, presidía la vida su dueña y señora, Catalina la Grande. Su

machucante de planta, el mulato Jonás San Vicente, había sido un trompetista de

lujo hasta que le desbarataron la dentadura orificada en un asalto para robarle los

casquetes. Maltrecho y sin fuelle para soplar tuvo que cambiar de oficio, y no

podía conseguir otro mejor para su tranca de seis pulgadas que la cama de oro de

Catalina la Grande. También ella tenía su tesoro íntimo que le sirvió para trepar

en dos años desde las madrugadas miserables del muelle fluvial hasta su trono de

mamasanta may or. Tuve la suerte de conocer el ingenio y la mano suelta de

ambos para hacer felices a sus amigos. Pero nunca entendieron por qué tantas

veces no tenía el peso y medio para dormir, y sin embargo pasaban a recogerme

gentes de mucho mundo en limusinas oficiales.

Otro paso feliz de aquellos días fue que terminé de copiloto único del Mono

Guerra, un taxista tan rubio que parecía albino, y tan inteligente y simpático que

lo habían elegido concejal honorario sin hacer campaña. Sus madrugadas en el

barrio chino parecían de cine, porque él mismo se encargaba de enriquecerlas —

y a veces enloquecerlas— con desplantes inspirados. Me avisaba cuando tenía

alguna noche sin prisa, y la pasábamos juntos en el descalabrado barrio chino,

donde nuestros padres y los padres de sus padres aprendieron a hacernos.

Nunca pude descubrir por qué, en medio de una vida tan sencilla, me hundí

de pronto en un desgano imprevisto. Mi novela en curso —La casa—, a unos seis

meses de haberla empezado, me pareció una farsa desangelada. Más era lo que

hablaba de ella que lo que escribía, y en realidad lo poco coherente que tuve

fueron los fragmentos que antes y después publiqué en « La Jirafa» y en Crónica

cuando me quedaba sin tema. En la soledad de los fines de semana, cuando los

otros se refugiaban en sus casas, me quedaba más solo que la mano izquierda en

la ciudad desocupada. Era de una pobreza absoluta y de una timidez de codorniz,

que trataba de contrarrestar con una altanería insoportable y una franqueza

brutal. Sentía que sobraba en todas partes y aun algunos conocidos me lo hacían

notar. Esto era más crítico en la sala de redacción de El Heraldo, donde escribía

hasta diez horas continuas en un rincón apartado sin alternar con nadie, envuelto

en la humareda de los cigarrillos bastos que fumaba sin pausas en una soledad sin

alivio. Lo hacía a toda prisa, muchas veces hasta el amanecer, y en tiras de papel

de imprenta que llevaba a todas partes en la carpeta de cuero.

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