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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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Fue así como se publicó mi primera nota en la página editorial de El Heraldo de

Barranquilla el 5 de enero de 1950. No quise firmarla con mi nombre para

curarme en salud por si no lograba encontrarle el paso como había ocurrido en El

Universal. El seudónimo no lo pensé dos veces: Septimus, tomado de Septimus

Warren Smith, el personaje alucinado de Virginia Woolf en La señora Dalloway.

El título de la columna —« La Jirafa» — era el sobrenombre confidencial con

que sólo yo conocía a mi pareja única en los bailes de Sucre.

Me pareció que las brisas de enero soplaban más que nunca aquel año, y

apenas se podía andar contra ellas en las calles castigadas hasta el amanecer. Los

temas de conversación al levantarse eran los estragos de los vientos locos durante

la noche, que arrastraban consigo sueños y gallineros y convertían en guillotinas

voladoras las láminas de cinc de los techos.

Hoy pienso que aquellas brisas locas barrieron los rastrojos de un pasado

estéril y me abrieron las puertas de una nueva vida. Mi relación con el grupo

dejó de ser de complacencias y se convirtió en una complicidad profesional. Al

principio comentábamos los temas en proy ecto o intercambiábamos

observaciones nada doctorales pero de no olvidar. La definitiva para mí fue la de

una mañana en que entré en el café Japy cuando Germán Vargas estaba

acabando de leer en silencio « La Jirafa» recortada del periódico del día. Los

otros del grupo esperaban su veredicto en torno de la mesa con una especie de

terror reverencial que hacía más denso el humo de la sala. Al terminar, sin

mirarme siquiera, Germán la rompió en pedacitos sin decir una sola palabra y

los revolvió entre la basura de colillas y fósforos quemados del cenicero. Nadie

dijo nada, ni el humor de la mesa cambió, ni se comentó el episodio en ningún

momento. Pero la lección me sirve todavía cuando me asalta por pereza o por

prisa la tentación de escribir un párrafo por salir del paso.

En el hotel de lance donde viví casi un año, los propietarios terminaron por

tratarme como a un miembro de la familia. Mi único patrimonio de entonces

eran las sandalias históricas y dos mudas de ropa que lavaba en la ducha, y la

carpeta de piel que me robé en el salón de té más respingado de Bogotá en los

tumultos del 9 de abril. La llevaba conmigo a todas partes con los originales de lo

que estuviera escribiendo, que era lo único que tenía para perder. No me habría

arriesgado a dejarla ni bajo siete llaves en la caja blindada de un banco. La única

persona a quien se la había confiado en mis primeras noches fue al sigiloso

Lácides, el portero del hotel, que me la aceptó en garantía por el precio del

cuarto. Les dio una pasada intensa a las tiras de papel escritas a máquina y

enmarañadas de enmiendas, y la guardó en la gaveta del mostrador. La rescaté

el día siguiente a la hora prometida y seguí cumpliendo con mis pagos con tanto

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