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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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para esperar a los amigos que no había vuelto a ver después de nuestra noche de

mayo en que fui con el inolvidable señor Razzore. No llevaba más que un maletín

de playa con otra muda de ropa y algunos libros y la carpeta de piel con mis

borradores. Minutos después que y o llegaron todos a la librería, uno detrás del

otro. Fue una bienvenida ruidosa sin Álvaro Cepeda, que seguía en Nueva York.

Cuando se completó el grupo pasamos a los aperitivos, que ya no eran en el café

Colombia junto a la librería, sino en uno reciente de amigos más cercanos en la

acera de enfrente: el café Japy.

No tenía ningún rumbo, ni esa noche ni en el resto de mi vida. Lo raro es que

nunca pensé que ese rumbo podía estar en Barranquilla, y si iba allí era sólo por

hablar de literatura y para agradecer de cuerpo presente la remesa de libros que

me habían mandado a Sucre. De lo primero nos sobró, pero nada de lo segundo,

a pesar de que lo intenté muchas veces, porque el grupo tenía un terror

sacramental a la costumbre de dar o recibir las gracias entre nosotros mismos.

Germán Vargas improvisó aquella noche una comida de doce personas, entre

las que había de todo, desde periodistas, pintores y notarios, hasta el gobernador

del departamento, un típico conservador barranquillero, con su manera propia de

discernir y gobernar. La mayoría se retiró pasada la medianoche y el resto se

desbarató a migajas, hasta que sólo quedamos Alfonso, Germán y yo, con el

gobernador, más o menos en el sano juicio en que solíamos estar en las

madrugadas de la adolescencia.

En las largas conversaciones de aquella noche había recibido una lección

sorprendente sobre el modo de ser de los gobernantes de la ciudad en los años

sangrientos. Calculaba que entre los estragos de esa política bárbara los menos

alentadores eran un número impresionante de refugiados sin techo ni pan en las

ciudades.

—A este paso —concluyó—, mi partido, con el apoyo de las armas, quedará

sin adversario en las próximas elecciones y dueño absoluto del poder.

La única excepción era Barranquilla, de acuerdo con una cultura de

convivencia política que los propios conservadores locales compartían, y que

había hecho de ella un refugio de paz en el ojo del huracán. Quise hacerle un

reparo ético, pero él me frenó en seco con un gesto de la mano.

—Perdón —dijo—, esto no quiere decir que estemos al margen de la vida

nacional. Al contrario: justo por nuestro pacifismo, el drama social del país se nos

ha venido metiendo en puntas de pies por la puerta de atrás, y ya lo tenemos aquí

adentro.

Entonces supe que había unos cinco mil refugiados venidos del interior en la

peor miseria y no sabían cómo rehabilitarlos ni dónde esconderlos para que no se

hiciera público el problema. Por primera vez en la historia de la ciudad había

patrullas militares que montaban guardia en lugares críticos, y todo el mundo las

veía, pero el gobierno lo negaba y la censura impedía que se denunciaran en la

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