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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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Zabala me había advertido que en el momento en que notara alguna agitación en

la calle me fuera de inmediato al periódico. La tensión se podía tocar con las

manos cuando entré a cumplir una cita en la heladería Americana a las tres de la

tarde. Me senté a leer a una mesa apartada mientras llegaba alguien, y uno de

mis antiguos condiscípulos, con el cual no había hablado nunca de política, me

dijo al pasar sin mirarme:

—Vete para el periódico, que y a va a empezar la vaina.

Hice lo contrario: quería saber cómo iba a ser aquello en el puro centro de la

ciudad en vez de encerrarme en la redacción. Minutos después se sentó a mi

mesa un oficial de prensa de la Gobernación, a quien conocía bien, y no pensé

que me lo hubieran asignado para neutralizarme. Conversé con él una media

hora en el más puro estado de inocencia y cuando se levantó para irse descubrí

que el enorme salón de la heladería se había desocupado sin que me diera

cuenta. Él siguió mi mirada y comprobó la hora: la una y diez.

—No te preocupes —me dijo con un alivio reprimido—. Ya no pasó nada.

En efecto, el grupo más importante de dirigentes liberales, desesperados por

la violencia oficial, se había puesto de acuerdo con militares demócratas del más

alto rango para poner término a la matanza desatada en todo el país por el

régimen conservador, dispuesto a quedarse en el poder a cualquier precio. La

mayoría de ellos había participado en las gestiones del 9 de abril para lograr la

paz mediante el acuerdo que hicieron con el presidente Ospina Pérez, y apenas

veinte meses después se daban cuenta demasiado tarde de que habían sido

víctimas de un engaño colosal. La frustrada acción de aquel día la había

autorizado el presidente de la Dirección Liberal en persona, Carlos Lleras

Restrepo, a través de Plinio Mendoza Neira, que tenía excelentes relaciones

dentro de las Fuerzas Armadas desde que fue ministro de Guerra bajo el

gobierno liberal. La acción coordinada por Mendoza Neira con la colaboración

sigilosa de prominentes copartidarios de todo el país debía empezar al amanecer

de aquel día con el bombardeo al Palacio Presidencial por aviones de la Fuerza

Aérea. El movimiento estaba apoy ado por las bases navales de Cartagena y

Apiay, por la may oría de las guarniciones militares del país y por organizaciones

gremiales resueltas a tomarse el poder para un gobierno civil de reconciliación

nacional.

Sólo después del fracaso se supo que dos días antes de la fecha prevista para

la acción, el ex presidente Eduardo Santos había reunido en su casa de Bogotá a

los jerarcas liberales y a los dirigentes del golpe para un examen final del

proyecto. En medio del debate, alguien hizo la pregunta ritual:

—¿Habrá derramamiento de sangre?

Nadie fue tan ingenuo o tan cínico para decir que no. Otros dirigentes

explicaron que estaban tomadas las medidas máximas para que no lo hubiera,

pero que no existían recetas mágicas para impedir lo imprevisible. Asustada por

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