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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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—Porque es el mismo olor de la otra vez —dijo impasible—. Menos mal que

el hombre está muerto.

Me sorprendió semejante falta de compasión por primera vez en su vida. Ella

debió advertirlo, porque lo remachó sin pensarlo.

—Es la única muerte que me alegró cuando la supe. Le pregunté perplejo:

—¡Cómo supo quién es ella!

—Ay, hijo —suspiró—, Dios me dice todo lo que tiene que ver con ustedes.

Por último me ay udó a quitarme los pantalones empapados y los tiró en el

rincón con el resto de la ropa. « Todos ustedes van a ser iguales a tu papá» , me

dijo de pronto con un suspiro hondo, mientras me secaba la espalda con una

toalla de estopa. Y terminó con el alma:

—Quiera Dios que también sean tan buenos esposos como él.

Los cuidados dramáticos a que me sometió mi madre debieron surtir su

efecto para prevenir una recurrencia de la pulmonía. Hasta que me di cuenta de

que ella misma los enredaba sin causa para impedirme que volviera a la cama

de truenos y centellas de Nigromanta. Nunca más la vi.

Regresé a Cartagena restaurado y alegre, con la noticia de que estaba

escribiendo La casa, y hablaba de ella como si fuera un hecho cumplido desde

que estaba apenas en el capítulo inicial. Zabala y Héctor me recibieron como al

hijo pródigo. En la universidad mis buenos maestros parecían resignados a

aceptarme como era. Al mismo tiempo seguí escribiendo notas muy ocasionales

que me pagaban a destajo en El Universal. Mi carrera de cuentista continuó con

lo poco que pude escribir casi por complacer al maestro Zabala: « Diálogo del

espejo» y « Amargura para tres sonámbulos» , publicados por El Espectador.

Aunque en ambos se notaba un alivio de la retórica primaria de los cuatro

anteriores, no había logrado salir del pantano.

Cartagena estaba entonces contaminada por la tensión política del resto del

país y esto debía considerarse como un presagio de que algo grave iba a suceder.

A fines del año los liberales declararon la abstención en toda la línea por el

salvajismo de la persecución política, pero no renunciaron a sus planes

subterráneos para tumbar al gobierno. La violencia arreció en los campos y la

gente huyó a las ciudades, pero la censura obligaba a la prensa a escribir de

través. Sin embargo, era del dominio público que los liberales acosados habían

armado guerrillas en distintos sitios del país. En los Llanos orientales —un océano

inmenso de pastos verdes que ocupa más de la cuarta parte del territorio nacional

— se habían vuelto legendarias. Su comandante general, Guadalupe Salcedo, era

visto ya como una figura mítica, aun por el ejército, y sus fotos se distribuían en

secreto, se copiaban por cientos y se les encendían velas en los altares.

Los De la Espriella, al parecer, sabían más de lo que decían, y dentro del

recinto amurallado se hablaba con toda naturalidad de un golpe de Estado

inminente contra el régimen conservador. No conocía detalles, pero el maestro

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