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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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y mientras más trataba de dejarlo más fumaba. Llegué a cuatro cajetillas

diarias, interrumpía las comidas para fumar y quemaba las sábanas por

quedarme dormido con el cigarrillo encendido. El miedo de la muerte me

despertaba a cualquier hora de la noche, y sólo fumando más podía

sobrellevarlo, hasta que resolví que prefería morirme a dejar de fumar.

Más de veinte años después, y a casado y con hijos, seguía fumando. Un

médico que me vio los pulmones en la pantalla me dijo espantado que dos o tres

años después no podría respirar. Aterrado, llegué al extremo de permanecer

sentado horas y horas sin hacer nada más, porque no conseguía leer, o escuchar

música, o conversar con amigos o enemigos sin fumar. Una noche cualquiera,

durante una cena casual en Barcelona, un amigo siquiatra les explicaba a otros

que el tabaco era quizás la adicción más difícil de erradicar. Me atreví a

preguntarle cuál era la razón de fondo, y su respuesta fue de una simplicidad

escalofriante:

—Porque dejar de fumar sería para ti como matar a un ser querido.

Fue una deflagración de clarividencia. Nunca supe por qué, ni quise saberlo,

pero exprimí en el cenicero el cigarrillo que acababa de encender, y no volví a

fumar uno más, sin ansiedad ni remordimientos, en el resto de mi vida.

La otra adicción no era menos persistente. Una tarde entró una de las criadas

de la casa vecina, y después de hablar con todos fue hasta la terraza y con un

gran respeto me pidió permiso para hablar conmigo. No interrumpí la lectura

hasta que ella me preguntó:

—¿Se acuerda de Matilde?

No recordaba quién era, pero no me crey ó.

—No se haga el pendejo, señor Gabito —me dijo con un énfasis deletreado

—: Nigro-man-ta.

Y con razón: Nigromanta era entonces una mujer libre, con un hijo del

policía muerto, y vivía sola con su madre y otros de la familia en la misma casa,

pero en un dormitorio apartado con una salida propia hacia la culata del

cementerio. Fui a verla, y el reencuentro persistió por más de un mes. Cada vez

retrasaba la vuelta a Cartagena y quería quedarme en Sucre para siempre. Hasta

una madrugada en que me sorprendió en su casa una tormenta de truenos y

centellas como la noche de la ruleta rusa. Traté de eludirla bajo los alares, pero

cuando no pude más me tiré por la calle al medio con el agua hasta las rodillas.

Tuve la suerte de que mi madre estuviera sola en la cocina y me llevó al

dormitorio por los senderos del jardín para que no se enterara papá. Tan pronto

como me ayudó a quitarme la camisa empapada, la apartó a la distancia del

brazo con las puntas del pulgar y el índice, y la tiró en el rincón con una

crispación de asco.

—Estabas con la fulana —dijo. Me quedé de piedra.

—¡Cómo lo sabe!

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