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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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difícil de descifrar por la caligrafía jeroglífica y la lírica hermética de Germán

Vargas: « Ahí le va esa vaina, maestro, a ver si por fin aprende» . Firmaban

también Alfonso Fuenmay or, y un garabato que identifiqué como de don Ramón

Viny es, a quien aún no conocía. Lo único que me recomendaban era que no

cometiera ningún plagio que se notara demasiado. Dentro de uno de los libros de

Faulkner iba una nota de Álvaro Cepeda, con su letra enrevesada, y escrita

además a toda prisa, en la cual me avisaba que la semana siguiente se iba por un

año a un curso especial en la escuela de periodismo de la Universidad de

Columbia, en Nueva York.

Lo primero que hice fue exhibir los libros en la mesa del comedor, mientras

mi madre terminaba de levantar los trastos del desay uno. Tuvo que armarse de

una escoba para espantar a los hijos menores que querían cortar las ilustraciones

con las tijeras de podar y a los perros callejeros que husmeaban los libros como

si fueran de comer. También yo los olía, como hago siempre con todo libro

nuevo, y los repasé todos al azar ley endo párrafos a saltos de mata. Cambié tres

o cuatro veces de lugar en la noche porque no encontraba sosiego o me agotaba

la luz muerta del corredor del patio, y amanecí con la espalda torcida y todavía

sin una idea remota del provecho que podía sacar de aquel milagro.

Eran veintitrés obras distinguidas de autores contemporáneos, todas en

español y escogidas con la intención evidente de que fueran leídas con el

propósito único de aprender a escribir. Y en traducciones tan recientes como El

sonido y la furia, de William Faulkner. Cincuenta años después me es imposible

recordar la lista completa y los tres amigos eternos que la sabían ya no están aquí

para acordarse. Sólo había leído dos: La señora Dalloway, de la señora Woolf, y

Contrapunto, de Aldous Huxley. Los que mejor recuerdo eran los de William

Faulkner: El villorrio, El sonido y la furia, Mientras yo agonizo y Las palmeras

salvajes. También Manhattan Transfer y tal vez otro, de John Dos Passos;

Orlando, de Virginia Woolf; De ratones y de hombres y Las viñas de la ira, de

John Steinbeck; El retrato de Jenny, de Robert Nathan, y La ruta del tabaco, de

Erskine Caldwell. Entre los títulos que no recuerdo a la distancia de medio siglo

había por lo menos uno de Hemingway, tal vez de cuentos, que era lo que más les

gustaba de él a los tres de Barranquilla; otro de Jorge Luis Borges, sin duda

también de cuentos, y quizás otro de Felisberto Hernández, el insólito cuentista

uruguayo que mis amigos acababan de descubrir a gritos. Los leí todos en los

meses siguientes, a unos bien y a otros menos, y gracias a ellos logré salir del

limbo creativo en que estaba encallado.

Por la pulmonía me habían prohibido fumar, pero fumaba en el baño como

escondido de mí mismo. El médico se dio cuenta y me habló en serio, pero no

logré obedecerle. Ya en Sucre, mientras trataba de leer sin pausas los libros

recibidos, encendía un cigarrillo con la brasa del otro hasta que ya no podía más,

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