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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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Lo preparamos todo, caballos inmunizados con oraciones contrarias, canoas

invisibles, y baquianos mágicos y todo cuanto fuera necesario para escribir la

crónica de un realismo sobrenatural.

Sin embargo, las mulas se quedaron ensilladas. Mi lenta convalecencia de la

pulmonía, las burlas de los amigos en los bailes de la plaza, los escarmientos

pavorosos de amigos may ores, me obligaron a aplazar el viaje para un después

que nunca fue. Hoy lo evoco, sin embargo, como un percance de buena suerte,

porque a falta de la Marquesita fantástica me sumergí a fondo y desde el día

siguiente en la escritura de una primera novela, de la que sólo me quedó el título:

La casa.

Pretendía ser un drama de la guerra de los Mil Días en el Caribe colombiano,

del cual había conversado con Manuel Zapata Olivella, en una visita anterior a

Cartagena. En esa ocasión, y sin relación alguna con mi proy ecto, él me regaló

un folleto escrito por su padre sobre un veterano de aquella guerra, cuy o retrato

impreso en la portada, con el liquilique y los bigotes chamuscados de pólvora, me

recordó de algún modo a mi abuelo. He olvidado su nombre, pero su apellido

había de seguir conmigo por siempre jamás: Buendía. Por eso pensé en escribir

una novela con el título de La casa, sobre la epopey a de una familia que podía

tener mucho de la nuestra durante las guerras estériles del coronel Nicolás

Márquez.

El título tenía fundamento en el propósito de que la acción no saliera nunca de

la casa. Hice varios principios y esquemas de personajes parciales a los cuales

les ponía nombres de familia que más tarde me sirvieron para otros libros. Soy

muy sensible a la debilidad de una frase en la que dos palabras cercanas rimen

entre sí, aunque sea en rima vocálica, y prefiero no publicarla mientras no la

tenga resuelta. Por eso estuve a punto de prescindir muchas veces del apellido

Buendía por su rima ineludible con los pretéritos imperfectos. Sin embargo el

apellido acabó imponiéndose porque había logrado para él una identidad

convincente.

En ésas andaba cuando amaneció en la casa de Sucre una caja de madera sin

letreros pintados ni referencia alguna. Mi hermana Margot la había recibido sin

saber de quién, convencida de que era algún rezago de la farmacia vendida. Yo

pensé lo mismo y desayuné en familia con el corazón en su puesto. Mi papá

aclaró que no había abierto la caja porque pensó que era el resto de mi equipaje,

sin recordar que ya no me quedaban ni los restos de nada en este mundo. Mi

hermano Gustavo, que a los trece años ya tenía práctica bastante para clavar o

desclavar cualquier cosa, decidió abrirla sin permiso. Minutos después oímos su

grito:

—¡Son libros!

Mi corazón saltó antes que yo. En efecto, eran libros sin pista alguna del

remitente, empacados de mano maestra hasta el tope de la caja y con una carta

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