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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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de la barriga.

Después de examinarlo, mi padre se dio cuenta de que el caso no estaba al

alcance de su ciencia, y lo mandó a un colega cirujano que no encontró el mico

que el paciente creía, sino un engendro sin forma pero con vida propia. Lo que a

mí me importó, sin embargo, no fue la bestia del vientre sino el relato del

enfermo sobre el mundo mágico de La Sierpe, un país de ley enda dentro de los

límites de Sucre al que sólo podría llegarse por tremedales humeantes, donde uno

de los episodios más corrientes era vengar una ofensa con un maleficio como

aquel de una criatura del demonio dentro del vientre.

Los habitantes de La Sierpe eran católicos convencidos pero vivían la religión

a su manera, con oraciones mágicas para cada ocasión. Creían en Dios, en la

Virgen y en la Santísima Trinidad, pero los adoraban en cualquier objeto en que

les pareciera descubrir facultades divinas. Lo que podía ser inverosímil para ellos

era que alguien a quien le creciera una bestia satánica dentro del vientre fuera

tan racional como para apelar a la herejía de un cirujano.

Pronto me llevé la sorpresa de que todo el mundo en Sucre conocía la

existencia de La Sierpe como un hecho real, cuy o único problema era llegar a

ella a través de toda clase de tropiezos geográficos y mentales. A última hora

descubrí por casualidad que el maestro en el tema de La Sierpe era mi amigo

Ángel Casij, a quien había visto por última vez cantando en una orquesta del

barrio chino de Barrancabermeja, en mi segundo o tercer viaje por el río

Magdalena. Lo encontré con más uso de razón que aquella vez, y con un relato

alucinante de sus varios viajes a La Sierpe. Entonces supe todo lo que podía

saberse de la Marquesita, dueña y señora de aquel vasto reino donde se conocían

oraciones secretas para hacer el bien o el mal, para levantar del lecho a un

moribundo no conociendo de él nada más que la descripción de su físico y el

lugar preciso donde estaba, o para mandar una serpiente a través de los pantanos

que al cabo de seis días le diera muerte a un enemigo.

Lo único que le estaba vedado era la resurrección de los muertos, por ser un

poder reservado a Dios. Vivió todos los años que quiso, y se supone que fueron

hasta doscientos treinta y tres, pero sin haber envejecido ni un día más después

de los sesenta y seis. Antes de morir concentró sus fabulosos rebaños y los hizo

girar durante dos días y dos noches alrededor de su casa, hasta que se formó la

ciénaga de La Sierpe, un piélago sin límites tapizado de anémonas fosforescentes.

Se dice que en el centro de ella hay un árbol con calabazos de oro, a cuyo tronco

está amarrada una canoa que cada 2 de noviembre, día de Muertos, va

navegando sin patrón hasta la otra orilla, custodiada por caimanes blancos y

culebras con cascabeles de oro, donde la Marquesita sepultó su fortuna sin

límites.

Desde que Ángel Casij me contó esta historia fantástica empezaron a

sofocarme las ansias de visitar el paraíso de La Sierpe encallado en la realidad.

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