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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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año y medio después Eligió (Yiyo), el último, que en aquellas vacaciones

empezaba a descubrir el milagro de gatear.

Contábamos además a los hijos de mi padre antes y después del matrimonio:

Carmen Rosa, en San Marcos, y Abelardo, que pasaban temporadas en Sucre; a

Germaine Hanai (Emi), que mi madre había asimilado como suy a con el

beneplácito de los hermanos y, por último, Antonio María Claret (Toño), criado

por su madre en Sincé, y que nos visitaba con frecuencia. Quince en total, que

comíamos como treinta cuando había con qué y sentados donde se podía.

Los relatos que mis hermanas mayores han hecho de aquellos años dan una

idea cabal de cómo era la casa en la que no se había acabado de criar un hijo

cuando ya nacía otro. Mi madre misma era consciente de su culpa, y rogaba a

las hijas que se hicieran cargo de los menores. Margot se moría de susto cuando

descubría que estaba otra vez encinta, porque sabía que ella sola no tendría

tiempo de criarlos a todos. De modo que antes de irse para el internado de

Montería, le suplicó a la madre con absoluta seriedad que el hermano siguiente

fuera el último. Mi madre se lo prometió, igual que siempre, aunque sólo fuera

por complacerla, porque estaba segura de que Dios, con su sabiduría infinita,

resolvería el problema del mejor modo posible.

Las comidas en la mesa eran desastrosas, porque no había modo de reunidos

a todos. Mi madre y las hermanas may ores iban sirviendo a medida que los otros

llegaban, pero no era raro que a los postres apareciera un cabo suelto que

reclamaba su ración. En el curso de la noche iban pasándose a la cama de mis

padres los menores que no podían dormir por el frío o el calor, por el dolor de

muelas o el miedo a los muertos, por el amor a los padres o los celos de los otros,

y todos amanecían apelotonados en la cama matrimonial. Si después de Eligió no

nacieron otros fue gracias a Margot, que impuso su autoridad cuando regresó del

internado y mi madre cumplió la promesa de no tener un hijo más.

Por desgracia, la realidad había tenido tiempo de interponer otros planes con

las dos hermanas may ores, que se quedaron solteras de por vida. Aída, como en

las novelitas rosas, ingresó en un convento de cadena perpetua, al que renunció

después de veintidós años con todas las de la ley, cuando ya no encontró al

mismo Rafael ni a ningún otro a su alcance. Margot, con su carácter rígido,

perdió el suyo por un error de ambos. Contra precedentes tan tristes, Rita se casó

con el primer hombre que le gustó, y fue feliz con cinco hijos y nueve nietos. Las

otras dos —Ligia y Emi— se casaron con quienes quisieron cuando y a los padres

se habían cansado de pelear contra la vida real.

Las angustias de la familia parecían ser parte de la crisis que vivía el país por

la incertidumbre económica Y el desangre por la violencia política, que había

llegado a Sucre como una estación siniestra, y entró a la casa en puntillas, pero

con paso firme. Ya para entonces nos habíamos comido las escasas reservas, y

éramos tan pobres como lo habíamos sido en Barranquilla antes del viaje a

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