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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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días. Le escribí a Germán Vargas para pedirle que me mandaran libros, muchos

libros, tantos como fueran posibles para ahogar en obras maestras una

convalecencia prevista para seis meses. El pueblo estaba en diluvio. Papá había

renunciado a la esclavitud de la farmacia y se construyó a la entrada del pueblo

una casa capaz para los hijos, que éramos once desde que nació Eligio, dieciséis

meses antes. Una casa grande y a plena luz, con una terraza de visitas frente al

río de aguas oscuras y ventanas abiertas para las brisas de enero. Tenía seis

dormitorios bien ventilados con una cama para cada uno, y no de dos en dos,

como antes, y argollas para colgar hamacas a distintos niveles hasta en los

corredores. El patio sin alambrar se prolongaba hasta el monte bruto, con árboles

frutales de dominio público y animales propios y ajenos que se paseaban por las

alcobas. Pues mi madre, que añoraba los patios de su infancia en Barrancas y

Aracataca, trató la casa nueva como una granja, con gallinas y patos sin corral y

cerdos libertinos que se metían en la cocina para comerse las vituallas del

almuerzo. Todavía era posible aprovechar los veranos para dormir a ventanas

abiertas, con el rumor del asma de las gallinas en las perchas y el olor de las

guanábanas maduras que caían de los árboles en la madrugada con un golpe

instantáneo y denso. « Suenan como si fueran niños» , decía mi madre. Mi papá

redujo las consultas a la mañana para unos pocos fieles de la homeopatía, siguió

leyendo cuanto papel impreso le pasaba cerca, tendido en una hamaca que

colgaba entre dos árboles, y contrajo la fiebre ociosa del billar contra las tristezas

del atardecer. Había abandonado también sus vestidos de dril blanco con corbata,

y andaba en la calle como nunca lo habían visto, con camisas juveniles de

manga corta.

La abuela Tranquilina Iguarán había muerto dos meses antes, ciega y

demente, y en la lucidez de la agonía siguió predicando con su voz radiante y su

dicción perfecta los secretos de la familia. Su tema eterno hasta el último aliento

fue la jubilación del abuelo. Mi padre preparó el cadáver con azabaras

preservativas y lo cubrió con cal dentro del ataúd para un pudrimiento apacible.

Luisa Santiaga admiró siempre la pasión de su madre por las rosas rojas y le hizo

un jardín en el fondo del Patio para que nunca faltaran en su tumba. Llegaron a

florecer con tanto esplendor que no alcanzaba el tiempo para complacer a los

forasteros que llegaban de lejos ansiosos por saber si tantas rosas rozagantes eran

cosa de Dios o del diablo.

Aquellos cambios en mi vida y en mi modo de ser correspondían a los

cambios de mi casa. En cada visita me parecía distinta por las reformas y

mudanzas de mis padres, por los hermanos que nacían y crecían tan parecidos

que era más fácil confundirlos que reconocerlos. Jaime, que ya tenía diez años,

había sido el que más tardó en apartarse del regazo materno por su condición de

seismesino, y mi madre no había acabado de amamantarlo cuando ya había

nacido Hernando (Nanchi) . Tres años después nació Alfredo Ricardo (Cuqui) y

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