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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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intervenir cuando me detuvieron a la salida del cine con una libreta militar falsa

y me tenían en lista para enrolarme en misiones punitivas de orden público.

En mi ofuscación política de esos días no me enteré siquiera de que el estado

de sitio se había implantado de nuevo en el país por el deterioro del orden público.

La censura de prensa dio varias vueltas de tuerca. El ambiente se enrareció

como en los tiempos peores, y una policía política reforzada con delincuentes

comunes sembraba el pánico en los campos. La violencia obligó a los liberales a

abandonar tierras y hogares. Su candidato posible, Darío Echandía, maestro de

maestros en derecho civil, escéptico de nacimiento y lector vicioso de griegos y

latinos, se pronunció en favor de la abstención liberal. El camino quedó franco

para la elección de Laureano Gómez, que parecía dirigir el gobierno con hilos

invisibles desde Nueva York.

No tenía entonces una conciencia clara de que aquellos percances no eran

sólo infamias de godos sino síntomas de malos cambios en nuestras vidas, hasta

una noche de tantas en La Cueva, cuando se me ocurrió hacer alarde de mi

albedrío para hacer lo que me diera la gana. El maestro Zabala sostuvo en el aire

la cuchara de la sopa que estaba a punto de tomarse, mirándome por encima del

arco de sus espejuelos, y me paró en seco:

—Dime una vaina, Gabriel: ¿en medio de las tantas pendejadas que haces has

podido darte cuenta de que este país se está acabando?

La pregunta dio en el blanco. Borracho hasta los tuétanos me tiré a dormir de

madrugada en una banca del Paseo de los Mártires y un aguacero bíblico me

dejó convertido en una sopa de huesos. Estuve dos semanas en el hospital con una

pulmonía refractaria a los primeros antibióticos conocidos, que tenían la mala

fama de causar secuelas tan temibles como la impotencia precoz.

Más esquelético y pálido que de natura, mis padres me llamaron a Sucre para

restaurarme del exceso de trabajo —según decían en su carta—. Más lejos llegó

El Universal con un editorial de despedida que me consagró como periodista y

escritor de recursos maestros, y en otra como autor de una novela que nunca

existió y con un título que no era mío: Ya cortamos el heno. Más raro aún en un

momento en que no tenía ningún propósito de reincidir en la ficción. La verdad es

que aquel título tan ajeno a mí lo inventó Héctor Rojas Herazo al correr de la

máquina, como uno más de los aportes de César Guerra Valdés, un escritor

imaginario de la más pura cepa latinoamericana creado por él para enriquecer

nuestras polémicas. Héctor había publicado en El Universal la noticia de su

llegada a Cartagena y y o le había escrito un saludo en mi sección « Punto y

aparte» con la esperanza de sacudir el polvo en las conciencias dormidas de una

auténtica narrativa continental. De todos modos, la novela imaginaria con el bello

título inventado por Héctor fue reseñada años después no sé dónde ni por qué en

un ensayo sobre mis libros, como una obra capital de la nueva literatura.

El ambiente que encontré en Sucre fue muy propicio a mis ideas de aquellos

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