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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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intercambiando impresiones de su primer viaje a la América Latina y de

nuestros sueños de escritores nuevos. Héctor les llevó un libro de poemas y y o

una fotocopia de un cuento publicado en El Espectador. A ambos nos interesó

más que todo la franqueza de sus reservas, porque las usaban como

confirmaciones sesgadas de sus elogios.

En octubre encontré en El Universal un recado de Gonzalo Mallarino

diciéndome que me esperaba con el poeta Álvaro Mutis en villa Tulipán, una

pensión inolvidable en el balneario de Bocagrande, a pocos metros del lugar

donde había aterrizado Charles Lindbergh unos veinte años antes. Gonzalo, mi

cómplice de recitales privados en la universidad, era ya un abogado en ejercicio,

y Mutis lo había invitado para que conociera el mar, en su condición de jefe de

relaciones públicas de LANSA, una empresa aérea criolla fundada por sus

propios pilotos.

Poemas de Mutis y cuentos míos habían coincidido por lo menos una vez en

el suplemento « Fin de Semana» , y nos bastó con vernos para que iniciáramos

una conversación que todavía no ha terminado, en incontables lugares del mundo,

durante más de medio siglo.

Primero nuestros hijos y después nuestros nietos nos han preguntado a

menudo sobre qué hablamos con una pasión tan encarnizada, y les hemos

contestado la verdad: siempre hablamos de lo mismo.

Mis amistades milagrosas con adultos de las artes y las letras me dieron los

ánimos para sobrevivir en aquellos años que todavía recuerdo como los más

inciertos de mi vida. El 10 de julio había publicado el último « Punto y aparte»

en El Universal, al cabo de tres meses arduos en que no logré superar mis

barreras de principiante, y preferí interrumpirlo con el único mérito de escapar a

tiempo. Me refugié en la impunidad de los comentarios de la página editorial, sin

firma, salvo cuando debían tener un toque personal. La sostuve por simple rutina

hasta setiembre de 1950, con una nota engolada sobre Edgar Allan Poe, cuy o

único mérito fue el de ser la peor.

Durante todo aquel año había insistido en que el maestro Zabala me enseñara

los secretos para escribir reportajes. Nunca se decidió, con su índole misteriosa,

pero me dejó alborotado con el enigma de una niña de doce años sepultada en el

convento de Santa Clara, a la que le creció el cabello después de muerta más de

veintidós metros en dos siglos. Nunca me imaginé que iba a volver sobre el tema

cuarenta años después para contarlo en una novela romántica con implicaciones

siniestras. Pero no fueron mis mejores tiempos para pensar. Hacía berrinches por

cualquier motivo, desaparecía del empleo sin explicaciones hasta que el maestro

Zabala mandaba a alguien para que me amansara. En los exámenes finales

aprobé el segundo año de derecho por un golpe de suerte, con sólo dos materias

para rehabilitar, y pude matricularme en el tercero, pero corrió el rumor de que

lo había logrado por presiones políticas del periódico. El director tuvo que

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