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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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Faulkner. Mi asombro lo exaltó hasta el delirio. Agarró la pila de los libros que me

había mostrado como sus preferidos y me los puso en las manos.

—No sea pendejo —me dijo—, llévese todos y cuando acabe de leerlos nos

vamos a buscarlos donde sea.

Para mí eran una fortuna inconcebible que no me atreví a arriesgar sin tener

siquiera un tugurio miserable donde guardarlos. Por fin se conformó con

regalarme la versión en español de La señora Dalloway de Virginia Woolf, con el

pronóstico inapelable de que me la aprendería de memoria.

Estaba amaneciendo. Quería regresar a Cartagena en el primer autobús, pero

Álvaro insistió en que durmiera en la cama gemela de la suy a.

—¡Qué carajo! —dijo con el último aliento—. Quédese a vivir aquí y

mañana le conseguimos un empleo cojonudo.

Me tendí vestido en la cama, y sólo entonces sentí en el cuerpo el inmenso

peso de estar vivo. Él hizo lo mismo y nos dormimos hasta las once de la

mañana, cuando su madre, la adorada y temida Sara Samudio, tocó la puerta con

el puño apretado, creyendo que el único hijo de su vida estaba muerto.

—No le haga caso, maestrazo —me dijo Álvaro desde el fondo del sueño—.

Todas las mañanas dice lo mismo, y lo grave es que un día será verdad.

Regresé a Cartagena con el aire de alguien que hubiera descubierto el mundo.

Las sobremesas en casa de los Franco Muñera no fueron entonces con poemas

del Siglo de Oro y los Veinte poemas de amor de Neruda, sino con párrafos de La

señora Dalloway y los delirios de su personaje desgarrado, Septimus Warren

Smith.

Me volví otro, ansioso y difícil, hasta el extremo de que a Héctor y al maestro

Zabala les parecía un imitador consciente de Álvaro Cepeda. Gustavo Ibarra, con

su visión compasiva del corazón caribe, se divirtió con mi relato de la noche en

Barranquilla, mientras me daba cucharadas cada vez más cuerdas de poetas

griegos, con la expresa y nunca explicada excepción de Eurípides. Me descubrió

a Melville: la proeza literaria de Moby Dick, el grandioso sermón sobre Jonas

para los balleneros curtidos en todos los mares del mundo bajo la inmensa

bóveda construida con costillares de ballenas. Me prestó La casa de los siete

tejados, de Nathaniel Hawthorne, que me marcó de por vida. Intentamos juntos

una teoría sobre la fatalidad de la nostálgia en la errancia de Ulises Odiseo, en la

que nos perdimos sin salida. Medio siglo después la encontré resuelta en un texto

magistral de Milán Kundera.

De aquella misma época fue mi único encuentro con el gran poeta Luis

Carlos López, más conocido como el Tuerto, que había inventado una manera

cómoda de estar muerto sin morirse, y enterrado sin entierro, y sobre todo sin

discursos. Vivía en el centro histórico en una casa histórica de la histórica calle

del Tablón, donde nació y murió sin perturbar a nadie. Se veía con muy pocos

amigos de siempre, mientras su fama de ser un gran poeta seguía creciendo en

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