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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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con el juego de los enigmas literarios, empecé a beber sin medida el ron de caña

con limón que los otros bebían a sorbos saboreados. La conclusión de los tres fue

que el talento y el manejo de datos de Dumas en aquella novela, y tal vez en toda

su obra, eran más de reportero que de novelista.

Al final me quedó claro que mis nuevos amigos leían con tanto provecho a

Quevedo y James Joy ce como a Conan Doy le. Tenían un sentido del humor

inagotable y eran capaces de pasar noches enteras cantando boleros y vallenatos

o recitando sin titubeos la mejor poesía del Siglo de Oro. Por distintos senderos

llegamos al acuerdo de que la cumbre de la poesía universal son las coplas de

don Jorge Manrique a la muerte de su padre. La noche se convirtió en un recreo

delicioso, que acabó con los últimos prejuicios que pudieran estorbar mi amistad

con aquella pandilla de enfermos letrados. Me sentía tan bien con ellos y con el

ron bárbaro, que me quité la camisa de fuerza de la timidez. Susana la Perversa,

que en marzo de aquel año había ganado el concurso de baile en los carnavales,

me sacó a bailar. Espantaron gallinas y alcaravanes de la pista y nos rodearon

para animarnos.

Bailamos la serie del Mambo número 5 de Dámaso Pérez Prado. Con el

aliento que me sobró me apoderé de las maracas en la tarima del conjunto

tropical y canté al hilo más de una hora de boleros de Daniel Santos, Agustín

Lara y Bienvenido Granda. A medida que cantaba me sentía redimido por una

brisa de liberación. Nunca supe si los tres estaban orgullosos o avergonzados de

mí, pero cuando regresé a la mesa me recibieron como a uno de los suyos.

Álvaro había iniciado entonces un tema que los otros no le discutían jamás: el

cine. Para mí fue un hallazgo providencial, porque siempre había tenido el cine

como un arte subsidiario que se alimentaba más del teatro que de la novela.

Álvaro, por el contrario, lo veía en cierto modo como y o veía la música: un arte

útil para todas las otras.

Ya de madrugada, entre dormido y borracho, Álvaro manejaba como un

taxista maestro el automóvil atiborrado de libros recientes y suplementos

literarios del New York Times. Dejamos a Germán y Alfonso en sus casas y

Álvaro insistió en llevarme a la suya para que conociera su biblioteca, que cubría

tres lados del dormitorio hasta el cielo raso. Los señaló con el índice en una vuelta

completa, y me dijo:

—Estos son los únicos escritores del mundo que saben escribir.

Yo estaba en un estado de excitación que me hizo olvidar lo que habían sido

ayer el hambre y el sueño. El alcohol seguía vivo dentro de mí como un estado

de gracia. Álvaro me mostró sus libros favoritos, en español e inglés, y hablaba

de cada uno con la voz oxidada, los cabellos alborotados y los ojos más dementes

que nunca. Habló de Azorín y Saroy an —dos debilidades suy as— y de otros

cuy as vidas públicas y privadas conocía hasta en calzoncillos. Fue la primera vez

que oí el nombre de Virginia Woolf, que él llamaba la vieja Woolf, como al viejo

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