11.12.2019 Views

Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

Create successful ePaper yourself

Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.

aceptaban a los fanáticos del Deportivo Junior, varios clientes armaron una

bronca que estuvo a punto de terminar a trompadas. Traté de calmarlos, hasta

que Alfonso me aconsejó no intervenir porque en aquel lugar de doctores del

futbol les iba muy mal a los pacifistas. De modo que pasé la noche en una ciudad

que para mí no fue la misma de nunca, ni la de mis padres en sus primeros años,

ni la de las pobrezas con mi madre, ni la del colegio San José, sino mi primera

Barranquilla de adulto en el paraíso de sus burdeles.

El barrio chino eran cuatro manzanas de músicas metálicas que hacían

temblar la tierra, pero también tenían recodos domésticos que pasaban muy

cerca de la caridad. Había burdeles familiares cuyos patrones, con esposas e

hijos, atendían a sus clientes veteranos de acuerdo con las normas de la moral

cristiana y la urbanidad de don Manuel Antonio Carreño. Algunos servían de

fiadores para que las aprendizas se acostaran a crédito con clientes conocidos.

Martina Alvarado, la más antigua, tenía una puerta furtiva y tarifas humanitarias

para clérigos arrepentidos. No había consumo trucado, ni cuentas alegres, ni

sorpresas venéreas. Las últimas madrazas francesas de la primera guerra

mundial, malucas y tristes, se sentaban desde el atardecer en la puerta de sus

casas bajo el estigma de los focos rojos, esperando una tercera generación que

todavía creyera en sus condones afrodisíacos. Había casas con salones

refrigerados para conciliábulos de conspiradores y refugios para alcaldes

fugitivos de sus esposas.

El Gato Negro, con un patio de baile bajo una pérgola de astromelias, fue el

paraíso de la marina mercante desde que lo compró una guajira oxigenada que

cantaba en inglés y vendía por debajo de la mesa pomadas alucinógenas para

señoras y señores. Una noche histórica en sus anales, Álvaro Cepeda y Quique

Scopell no soportaron el racismo de una docena de marinos noruegos que hacían

cola frente al cuarto de la única negra, mientras dieciséis blancas roncaban

sentadas en el patio, y los desafiaron a trompadas. Los dos contra doce a

puñetazo limpio los pusieron en fuga, con la ay uda de las blancas que despertaron

felices y los remataron a silletazos. Al final, en un desagravio disparatado,

coronaron a la negra en pelotas como reina de Noruega.

Fuera del barrio chino había otras casas legales o clandestinas, y todas en

buenos términos con la policía. Una de ellas era un patio de grandes almendros

floridos en un barrio de pobres, con una tienda de mala muerte y un dormitorio

con dos catres de alquiler. Su mercancía eran las niñas anémicas del vecindario

que se ganaban un peso por golpe con los borrachos perdidos. Álvaro Cepeda

descubrió el sitio por casualidad, una tarde en que se extravió en el aguacero de

octubre y tuvo que refugiarse en la tienda. La dueña lo invitó a una cerveza y le

ofreció dos niñas en vez de una con derecho a repetir mientras escampaba.

Álvaro siguió invitando amigos a tomar cerveza helada bajo los almendros, no

para que folgaran con las niñas sino para que las enseñaran a leer. A las más

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!