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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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parte, ni se tendría noticia alguna de su destino. El domador permaneció todavía

un día encerrado a solas en su cuarto, y al siguiente me visitó en el periódico para

decirme que cien años de batallas diarias no podían desaparecer en un día. De

modo que se iba a Miami sin un clavo y sin familia, para reconstruir pieza por

pieza, y a partir de nada, el circo sumergido. Me impresionó tanto su

determinación por encima de la tragedia, que lo acompañé a Barranquilla para

despedirlo en el avión de La Florida. Antes de abordar me agradeció la decisión

de enrolarme en su circo y me prometió que me mandaría a buscar tan pronto

como tuviera algo concreto. Se despidió con un abrazo tan desgarrado que

entendí con el alma el amor de sus leones. Nunca más se supo de él.

El avión de Miami salió a las diez de la mañana del mismo día en que

apareció mi nota sobre Razzore: el 16 de setiembre de 1948. Me disponía a

regresar a Cartagena aquella misma tarde cuando se me ocurrió pasar por El

Nacional, un diario vespertino donde escribían Germán Vargas y Álvaro Cepeda,

los amigos de mis amigos de Cartagena. La redacción estaba en un edificio

carcomido de la ciudad vieja, con un largo salón vacío dividido por una baranda

de madera. Al fondo del salón, un hombre joven y rubio, en mangas de camisa,

escribía en una máquina cuyas teclas estallaban como petardos en el salón

desierto. Me acerqué casi en puntillas, intimidado por los crujidos lúgubres del

piso, y esperé en la baranda hasta que se volvió a mirarme, y me dijo en seco,

con una voz armoniosa de locutor profesional:

—¿Qué pasa?

Tenía el cabello corto, los pómulos duros y unos ojos diáfanos e intensos que

me parecieron contrariados por la interrupción. Le contesté como pude, letra por

letra:

—Soy García Márquez.

Sólo al oír mi propio nombre dicho con semejante convicción caí en la cuenta

de que Germán Vargas podía muy bien no saber quién era, aunque en Cartagena

me habían dicho que hablaban mucho de mí con los amigos de Barranquilla

desde que leyeron mi primer cuento. El Nacional había publicado una nota

entusiasta de Germán Vargas, que no tragaba crudo en materia de novedades

literarias. Pero el entusiasmo con que me recibió me confirmó que sabía muy

bien quién era quién, y que su afecto era más real de lo que me habían dicho.

Unas horas después conocí a Alfonso Fuenmayor y Álvaro Cepeda en la librería

Mundo, y nos tomamos los aperitivos en el café Colombia. Don Ramón Viny es,

el sabio catalán que tanto ansiaba y tanto me aterraba conocer, no había ido

aquella tarde a la tertulia de las seis. Cuando salimos del café Colombia, con

cinco tragos a cuestas, ya teníamos años de ser amigos.

Fue una larga noche de inocencia. Álvaro, chofer genial y más seguro y más

prudente cuanto más bebía, cumplió el itinerario de las ocasiones memorables.

En Los Almendros, una cantina al aire libre bajo los árboles floridos donde sólo

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