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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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cicatrices que parecían de cemento. Emocionado por el asombro que logró

infundirnos explicó los estragos de su cuerpo con una voz de estruendo:

—¡Rasguños de leones!

Era Emilio Razzore, acabado de llegar a Cartagena para preparar la

temporada de su famoso circo familiar, uno de los grandes del mundo. Había

salido de La Habana la semana anterior en el trasatlántico Euskera, de bandera

española, y se lo esperaba el sábado siguiente. Razzore se preciaba de estar en el

circo desde antes de nacer, y no había que verlo actuar para descubrir que era

domador de fieras grandes. Las llamaba por sus nombres propios como a los

miembros de su familia y ellas le correspondían con un trato a la vez entrañable

y brutal. Se metía desarmado en las jaulas de los tigres y los leones para darles

de comer de su mano. Su oso mimado le había dado un abrazo de amor que lo

mantuvo una primavera en el hospital. Sin embargo, la atracción grande no era él

ni el tragador de fuego, sino el hombre que se desatornillaba la cabeza y se

paseaba con ella bajo el brazo alrededor de la pista. Lo menos olvidable de

Emilio Razzore era su modo de ser inquebrantable. Después de mucho

escucharlo fascinado durante largas horas, publiqué en El Universal una nota

editorial en la que me atreví a escribir que era « el hombre más tremendamente

humano que he conocido» . No habían sido muchos a mis veintiún años, pero

creo que la frase sigue siendo válida. Comíamos en La Cueva con la gente del

periódico, y también allí se hizo querer con sus historias de fieras humanizadas

por el amor. Una de esas noches, después de mucho pensarlo, me atreví a pedirle

que me llevara en su circo, aunque fuera para lavar las jaulas cuando no

estuvieran los tigres. Él no me dijo nada, pero me dio la mano en silencio. Yo lo

entendí como un santo y seña de circo, y lo di por hecho. El único a quien se lo

confesé fue a Salvador Mesa Nicholls, un poeta antioqueño que tenía un amor

loco por la carpa, y acababa de llegar a Cartagena como socio local de los

Razzore. También él se había ido con un circo cuando tenía mi edad, y me

advirtió que quienes ven llorar a los pay asos por primera vez quieren irse con

ellos, pero al otro día se arrepienten. Sin embargo, no sólo aprobó mi decisión

sino que convenció al domador, con la condición de que guardáramos el secreto

total para que no se volviera noticia antes de tiempo. La espera del circo, que

hasta entonces había sido emocionante, se me volvió irresistible.

El Euskera no llegó en la fecha prevista y había sido imposible comunicarse

con él. Al cabo de otra semana establecimos desde el periódico un servicio de

radioaficionados para rastrear las condiciones del tiempo en el Caribe, pero no

pudimos impedir que empezara a especularse en la prensa y la radio sobre la

posibilidad de la noticia espantosa. Mesa Nicholls y yo permanecimos aquellos

días intensos con Emilio Razzore sin comer ni dormir en su cuarto del hotel. Lo

vimos hundirse, disminuir de volumen y tamaño en la espera interminable, hasta

que el corazón nos confirmó a todos que el Euskera no llegaría nunca a ninguna

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