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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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extinguido con la muerte del abuelo. De ella tengo todavía la visión que me

parece más confiable del general Rafael Uribe Uribe, con su prestancia

respetable y el calibre de sus muñecas.

El mejor testimonio de cómo éramos Ramiro y yo por esos días lo plasmó en

óleo sobre tela la pintora Cecilia Porras, que se sentía como en casa propia en las

parrandas de hombres, contra los remilgos de su medio social. Era un retrato de

los dos sentados en la mesa del café donde nos veíamos con ella y con otros

amigos dos veces al día. Cuando Ramiro y y o íbamos a emprender caminos

distintos tuvimos la discusión inconciliable de quién era el dueño del cuadro.

Cecilia lo resolvió con la fórmula salomónica de cortar el lienzo por la mitad con

las cizallas de podar, y nos dio nuestra parte a cada uno. El mío se me quedó años

después enrollado en el armario de un apartamento de Caracas y nunca pude

recuperarlo.

Al contrario del resto del país, la violencia oficial no había hecho estragos en

Cartagena hasta principios de aquel año, cuando nuestro amigo Carlos Alemán

fue elegido diputado a la Asamblea Departamental por la muy distinguida

circunscripción de Mompox. Era un abogado recién salido del horno y de genio

alegre, pero el diablo le jugó la mala broma de que en la sesión inaugural se

trenzaran a tiros los dos partidos contrarios y un plomo perdido le chamuscó la

hombrera. Alemán debió pensar con buenas razones que un poder legislativo tan

inútil como el nuestro no merecía el sacrificio de una vida, y prefirió gastarse sus

dietas por adelantado en la buena compañía de sus amigos.

Óscar de la Espriella, que era un parrandero de buena ley, estaba de acuerdo

con William Faulkner en que es el mejor domicilio para un escritor, porque las

mañanas son tranquilas, hay fiesta todas las noches y se está en buenos términos

con la policía. El diputado Alemán lo asumió al pie de la letra y se constituy ó en

nuestro anfitrión de tiempo completo. Una de esas noches, sin embargo, me

arrepentí de haber creído en las ilusiones de Faulkner cuando un antiguo

machucante de Mary Rey es, la dueña de la casa, tumbó la puerta a golpes para

llevarse al hijo de ambos, de unos cinco años, que vivía con ella. Su machucante

actual, que había sido oficial de la policía, salió del dormitorio en calzoncillos a

defender la honra y los bienes de la casa con su revólver de reglamento, y el otro

lo recibió con una ráfaga de plomo que resonó como un cañonazo en la sala de

baile. El sargento, asustado, se escondió en su cuarto. Cuando salí del mío a

medio vestir, los inquilinos de paso contemplaban desde sus cuartos al niño que

orinaba al final del corredor, mientras el papá lo peinaba con la mano izquierda y

el revólver todavía humeante en la derecha. Sólo se oían en el ámbito de la casa

los improperios de Mary que le reprochaba al sargento su falta de huevos.

Por los mismos días entró sin anunciarse en las oficinas de El Universal un

hombre gigantesco que se quitó la camisa con un gran sentido teatral y se paseó

por la redacción para sorprendernos con su espalda y brazos empedrados de

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