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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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dicho de él antes de que lo conociera: « Ese tipo es un cura» . Pronto entendí por

qué era fácil creerlo, aunque después de conocerlo bien era casi imposible creer

que no lo era.

Aquella primera vez hablamos sin parar hasta la madrugada y aprendí que

sus lecturas eran largas y variadas, pero sustentadas por el conocimiento a fondo

de los intelectuales católicos del momento, de quienes y o no había oído hablar

jamás. Sabía todo lo que debía saberse de la poesía, pero en especial de los

clásicos griegos y latinos que leía en sus ediciones originales. Tenía juicios bien

informados de los amigos comunes y me dio datos valiosos para quererlos más.

Me confirmó también la importancia de que conociera a los tres periodistas de

Barranquilla —Cepeda, Vargas y Fuenmay or—, de quienes tanto me habían

hablado Rojas Herazo y el maestro Zabala. Me llamó la atención que además de

tantas virtudes intelectuales y cívicas nadara como un campeón olímpico, con un

cuerpo hecho y entrenado para serlo. Lo que más le preocupó de mí fue mi

peligroso desdén por los clásicos griegos y latinos, que me parecían aburridos e

inútiles, a excepción de la Odisea, que había leído y releído a pedazos varias

veces en el liceo. Así que antes de despedirme escogió en la biblioteca un libro

empastado en piel y me lo dio con una cierta solemnidad. « Podrás llegar a ser

un buen escritor —me dijo—, pero nunca serás muy bueno si no conoces bien a

los clásicos griegos» . El libro eran las obras completas de Sófocles. Gustavo fue

desde ese instante uno de los seres decisivos en mi vida, porque Edipo rey se me

reveló en la primera lectura como la obra perfecta.

Fue una noche histórica para mí, por haber descubierto a Gustavo Ibarra y a

Sófocles al mismo tiempo, y porque horas después pude haber muerto de mala

muerte en el cuarto de mi novia secreta en El Cisne. Recuerdo como si hubiera

sido ay er cuando un antiguo padrote suy o al que creía muerto desde hacía más

de un año, gritando improperios de energúmeno, forzó la puerta del cuarto a

patadas. Lo reconocí de inmediato como un buen condiscípulo en la escuela

primaria de Aracataca que regresaba embravecido a tomar posesión de su

cama. No nos veíamos desde entonces y tuvo el buen gusto de hacerse el

desentendido cuando me reconoció en pelotas y embarrado de terror en la cama.

Aquel año conocí también a Ramiro y Óscar de la Espriella, conversadores

interminables, sobre todo en casas prohibidas por la moral cristiana. Ambos

vivían con sus padres en Turbaco, a una hora de Cartagena, y aparecían casi a

diario en las tertulias de escritores y artistas de la heladería Americana. Ramiro,

egresado de la Facultad de Derecho de Bogotá, era muy cercano al grupo de El

Universal, donde publicaba una columna espontánea. Su padre era un abogado

duro y un liberal de rueda libre, y su esposa era encantadora y sin pelos en la

lengua. Ambos tenían la buena costumbre de conversar con los jóvenes. En

nuestras largas charlas bajo los frondosos fresnos de Turbaco, ellos me aportaron

datos invaluables de la guerra de los Mil Días, el venero literario que se me había

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