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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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una atención real y un interés enorme, pero no mirándolo a él sino a Manuel para

sacar de ambos mis propias conclusiones. Después, cuando hablábamos con

Rojas Herazo, y luego con el director López Escauriaza, y con tantos más, caí en

la cuenta de que era un modo propio de Zabala cuando conversaba en grupo. Así

lo entendí, y así pudimos él y y o intercambiar ideas y sentimientos a través de

cómplices incautos e intermediarios inocentes. Con la confianza de los años me

atreví a comentarle aquella impresión mía, y él me explicó sin asombro que

miraba al otro casi de perfil para no echarle el humo del cigarrillo en la cara. Así

era: jamás conocí alguien de un talante tan apacible y sigiloso, con un

temperamento civil como el suy o, porque siempre supo ser lo que quiso: un sabio

en la penumbra.

En realidad, y o había escrito discursos, versos prematuros en el liceo de

Zipaquirá, proclamas patrióticas y memoriales de protesta por la mala comida, y

muy poco más, sin contar las cartas de la familia que mi madre me devolvía con

la ortografía corregida incluso cuando y a era reconocido como escritor. La nota

que se publicó por fin en la página editorial no tenía nada que ver con la que yo

había escrito. Entre los remiendos del maestro Zabala y los del censor, lo que

sobró de mí fueron unas piltrafas de prosa lírica sin criterio ni estilo y rematadas

por el sectarismo gramático del corrector de pruebas. A última hora acordamos

una columna diaria, tal vez para delimitar responsabilidades, con mi nombre

completo y un título permanente: « Punto y aparte» .

Zabala y Rojas Herazo, ya bien curtidos por el desgaste diario, lograron

consolarme del agobio de mi primera nota, y así me atreví a seguir con la

segunda y la tercera, que no fueron mejores. Me quedé en la redacción casi dos

años publicando hasta dos notas diarias que lograba ganarle a la censura, con

firma y sin firma, y a punto de casarme con la sobrina del censor.

Todavía me pregunto cómo habría sido mi vida sin el lápiz del maestro Zabala

y el torniquete de la censura, cuy a sola existencia era un desafío creador. Pero el

censor vivía más en guardia que nosotros por sus delirios de persecución. Las

citas de grandes autores le parecían emboscadas sospechosas, como en efecto lo

fueron muchas veces. Veía fantasmas. Era un cervantino de pacotilla que suponía

significados imaginarios. Una noche de su mala estrella tuvo que ir al retrete

cada cuarto de hora, hasta que se atrevió a decirnos que estaba a punto de

volverse loco por los sustos que le causábamos nosotros.

—¡Carajo! —gritó—. ¡Con estos trotes y a no me queda culo!

La policía había sido militarizada como una muestra más del rigor del

gobierno en la violencia política que estaba desangrando el país, con una cierta

moderación en la costa atlántica. Sin embargo, a principios de may o la policía

acribilló sin razones buenas ni malas una procesión de Semana Santa en las calles

del Carmen de Bolívar, a unas veinte leguas de Cartagena. Yo tenía una debilidad

sentimental con aquella población, donde se había criado la tía Mama, y donde el

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