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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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razón y su cautela. Concluí, sin duda con una falsa apreciación de viejo

prematuro, que tal vez era ese modo de ser lo que le había impedido tener un

papel decisivo en la vida pública del país.

Manuel me llamó en la noche muerto de risa por una conversación que había

tenido con Zabala. Este le había hablado de mí con un gran entusiasmo, reiteró su

seguridad de que sería una adquisición importante para la página editorial, y el

director pensaba igual. Pero la razón verdadera de su llamada era contarme que

lo único que inquietaba al maestro Zabala era que mi timidez enfermiza podía ser

un obstáculo grande en mi vida.

Si a última hora decidí volver al periódico fue porque la mañana siguiente me

abrió la puerta de la ducha un compañero de cuarto y me puso ante los ojos la

página editorial de El Universal. Había una nota terrorífica sobre mi llegada a la

ciudad, que me comprometía como escritor antes de serlo y como periodista

inminente a menos de veinticuatro horas de haber visto por dentro un periódico

por primera vez. A Manuel, que me llamó al instante por teléfono para

felicitarme, le reproché sin disimular la rabia de que hubiera escrito algo tan

irresponsable sin antes hablarlo conmigo. Sin embargo, algo cambió en mí, y tal

vez para siempre, cuando supe que la nota la había escrito el maestro Zabala de

su puño y letra. Así que me amarré los pantalones y volví a la redacción para

darle las gracias. Apenas si me hizo caso. Me presentó a Héctor Rojas Herazo,

con pantalones de caqui y camisa de flores amazónicas, y palabras enormes

disparadas con una voz de trueno, que no se rendía en la conversación hasta

atrapar su presa.

Él, por supuesto, no me reconoció como uno más de sus alumnos en el

colegio San José de Barranquilla.

El maestro Zabala —como lo llamaban todos— nos puso en su órbita con

recuerdos de dos o tres amigos comunes, y de otros que y o debía conocer. Luego

nos dejó solos y volvió a la guerra encarnizada de su lápiz al rojo vivo contra sus

papeles urgentes, como si nunca hubiera tenido nada que ver con nosotros.

Héctor siguió hablándome —en el rumor de llovizna menuda de los linotipos—

como si tampoco él hubiera tenido algo que ver con Zabala. Era un conversador

infinito, de una inteligencia verbal deslumbrante, un aventurero de la imaginación

que inventaba realidades inverosímiles que él mismo terminaba por creer.

Conversamos durante horas de otros amigos vivos y muertos, de libros que nunca

debieron ser escritos, de mujeres que nos olvidaron y no podíamos olvidar, de las

play as idílicas del paraíso caribe de Tolú —donde él nació— y de los brujos

infalibles y las desgracias bíblicas de Aracataca. De todo lo habido y lo debido,

sin beber nada, sin respirar apenas y fumando hasta por los codos por miedo de

que la vida no nos alcanzara para todo lo que todavía nos faltaba por conversar.

A las diez de la noche, cuando cerró el periódico, el maestro Zabala se puso la

chaqueta, se amarró la corbata, y con un paso de ballet al que y a le quedaba

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