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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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más, y en la cuarta vez como en la primera no tuve ni la mínima duda de que

aquel hombre era Clemente Manuel Zabala, idéntico a como lo había supuesto,

pero más temible. Aterrado, tomé la decisión simple de no concurrir a la cita de

aquella tarde con un hombre a quien bastaba verlo por una ventana para

descubrir que sabía demasiado sobre la vida y sus oficios. Regresé al hotel y me

regalé otro de mis días típicos sin remordimientos tirado bocarriba en la cama

con Los monederos falsos de André Gide, y fumando sin pausas. A las cinco de la

tarde, el portón del dormitorio se estremeció con una palmada seca como un tiro

de rifle.

—¡Vamos, carajo! —me gritó desde la entrada Zapata Olivella—. Zabala te

está esperando, y nadie en este país puede darse el lujo de dejarlo colgado.

El principio fue más difícil de lo que hubiera imaginado en una pesadilla.

Zabala me recibió sin saber qué hacer, fumando sin pausas con un desasosiego

agravado por el calor. Nos mostró todo. De un lado, la dirección y la gerencia.

Del otro, la sala de redacción y el taller con tres escritorios desocupados a esas

horas tempranas, y al fondo una rotativa sobreviviente de una asonada y los dos

únicos linotipos.

Mi sorpresa grande fue que Zabala había leído mis tres cuentos y la nota de

Zalamea le había parecido justa.

—A mí no —le dije—. Los cuentos no me gustan. Los escribí por impulsos un

poco inconscientes y después de leerlos impresos no supe por dónde seguir.

Zabala aspiró a fondo el humo y le dijo a Zapata Olivella:

—Es un buen síntoma.

Manuel atrapó la ocasión al vuelo y le dijo que y o podría serle útil en el

periódico con el tiempo libre de la universidad. Zabala dijo que él había pensado

lo mismo cuando Manuel le pidió la cita para mí. Al doctor López Escauriaza, el

director, me presentó como el colaborador posible del que le había hablado la

noche anterior.

—Sería estupendo —dijo el director con su eterna sonrisa de caballero a la

antigua.

No quedamos en nada pero el maestro Zabala me pidió que volviera al día

siguiente para presentarme a Héctor Rojas Herazo, poeta y pintor de los buenos

y su columnista estelar. No le dije que había sido mi maestro de dibujo en el

colegio San José por una timidez que hoy me parece inexplicable. Al salir de allí,

Manuel dio un salto de júbilo en la plaza de la Aduana, frente a la fachada

imponente de San Pedro Claver, y exclamó con un júbilo prematuro:

—¡Ya viste, tigre, la vaina está hecha!

Le correspondí con un abrazo cordial para no desilusionarlo, pero me iba con

serias dudas sobre mi porvenir. Manuel me preguntó entonces cómo me había

parecido Zabala, y le contesté la verdad. Me pareció un pescador de almas. Ése

era tal vez un motivo determinante de los grupos juveniles que se nutrían de su

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