Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez
asombro en Cartagena fue reencontrarnos vivos. Manuel, además de médico decaridad era novelista, activista político y promotor de la música caribe, pero suvocación más dominante era tratar de resolverle los problemas a todo el mundo.No bien habíamos intercambiado nuestras experiencias del viernes aciago ynuestros planes para el porvenir, cuando me propuso que probara suerte en elperiodismo. Un mes antes el dirigente liberal Domingo López Escauriaza habíafundado el diario El Universal, cuyo jefe de redacción era Clemente ManuelZabala. Había oído hablar de éste no como periodista sino como erudito de todaslas músicas y comunista en reposo. Zapata Olivella se empeñó en que fuéramosa verlo, pues sabía que buscaba gente nueva para provocar con el ejemplo unperiodismo creador contra el rutinario y sumiso que reinaba en el país, sobre todoen Cartagena, que era entonces una de las ciudades más retardatarias.Tenía muy claro que el periodismo no era mi oficio. Quería ser un escritordistinto, pero trataba de serlo por imitación de otros autores que no tenían nadaque ver conmigo. De modo que en aquellos días estaba en una pausa dereflexión, porque después de mis primeros tres cuentos publicados en Bogotá, ytan elogiados por Eduardo Zalamea y otros críticos y amigos buenos y malos,me sentía en un callejón sin salida. Zapata Olivella insistió contra mis razones enque periodismo y literatura terminaban a la corta por ser lo mismo, y un vínculocon El Universal podría asegurarme tres destinos al mismo tiempo: resolverme lavida de una manera digna y útil, colocarme en un medio profesional que era porsí solo un oficio importante y trabajar con Clemente Manuel Zabala, el mejormaestro de periodismo que podía imaginarse. El freno de timidez que meprodujo aquel razonamiento tan sencillo pudo ponerme a salvo de una desgracia.Pero Zapata Olivella no sabía sobrevivir a sus fracasos y me emplazó para el díasiguiente a las cinco de la tarde en el número 381 de la calle de San Juan de Dios,donde estaba el periódico.Dormí a saltos esa noche. El día siguiente, al desay uno, le pregunté a la dueñadel hotel dónde estaba la calle de San Juan de Dios, y ella me la señaló con eldedo desde la ventana.—Es ahí mismo —me dijo—, dos cuadras más allá.Allí estaba la oficina de El Universal, frente a la inmensa pared de piedradorada de la iglesia de San Pedro Claver, el primer santo de las Américas, cuy ocuerpo incorrupto está expuesto desde hace más de cien años bajo el altarmayor. Es un viejo edificio colonial bordado de remiendos republicanos y dospuertas grandes y unas ventanas por las cuales se veía todo lo que era elperiódico. Pero mi verdadero terror estaba detrás de una baranda de madera sincepillar a unos tres metros de la ventana: un hombre maduro y solitario, vestidode dril blanco con saco y corbata, de piel prieta y cabellos duros y negros deindio, que escribía a lápiz en un viejo escritorio con rimeros de papeles atrasados.Volví a pasar en sentido contrario con una fascinación apremiante, y dos veces
más, y en la cuarta vez como en la primera no tuve ni la mínima duda de queaquel hombre era Clemente Manuel Zabala, idéntico a como lo había supuesto,pero más temible. Aterrado, tomé la decisión simple de no concurrir a la cita deaquella tarde con un hombre a quien bastaba verlo por una ventana paradescubrir que sabía demasiado sobre la vida y sus oficios. Regresé al hotel y meregalé otro de mis días típicos sin remordimientos tirado bocarriba en la camacon Los monederos falsos de André Gide, y fumando sin pausas. A las cinco de latarde, el portón del dormitorio se estremeció con una palmada seca como un tirode rifle.—¡Vamos, carajo! —me gritó desde la entrada Zapata Olivella—. Zabala teestá esperando, y nadie en este país puede darse el lujo de dejarlo colgado.El principio fue más difícil de lo que hubiera imaginado en una pesadilla.Zabala me recibió sin saber qué hacer, fumando sin pausas con un desasosiegoagravado por el calor. Nos mostró todo. De un lado, la dirección y la gerencia.Del otro, la sala de redacción y el taller con tres escritorios desocupados a esashoras tempranas, y al fondo una rotativa sobreviviente de una asonada y los dosúnicos linotipos.Mi sorpresa grande fue que Zabala había leído mis tres cuentos y la nota deZalamea le había parecido justa.—A mí no —le dije—. Los cuentos no me gustan. Los escribí por impulsos unpoco inconscientes y después de leerlos impresos no supe por dónde seguir.Zabala aspiró a fondo el humo y le dijo a Zapata Olivella:—Es un buen síntoma.Manuel atrapó la ocasión al vuelo y le dijo que y o podría serle útil en elperiódico con el tiempo libre de la universidad. Zabala dijo que él había pensadolo mismo cuando Manuel le pidió la cita para mí. Al doctor López Escauriaza, eldirector, me presentó como el colaborador posible del que le había hablado lanoche anterior.—Sería estupendo —dijo el director con su eterna sonrisa de caballero a laantigua.No quedamos en nada pero el maestro Zabala me pidió que volviera al díasiguiente para presentarme a Héctor Rojas Herazo, poeta y pintor de los buenosy su columnista estelar. No le dije que había sido mi maestro de dibujo en elcolegio San José por una timidez que hoy me parece inexplicable. Al salir de allí,Manuel dio un salto de júbilo en la plaza de la Aduana, frente a la fachadaimponente de San Pedro Claver, y exclamó con un júbilo prematuro:—¡Ya viste, tigre, la vaina está hecha!Le correspondí con un abrazo cordial para no desilusionarlo, pero me iba conserias dudas sobre mi porvenir. Manuel me preguntó entonces cómo me habíaparecido Zabala, y le contesté la verdad. Me pareció un pescador de almas. Éseera tal vez un motivo determinante de los grupos juveniles que se nutrían de su
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asombro en Cartagena fue reencontrarnos vivos. Manuel, además de médico de
caridad era novelista, activista político y promotor de la música caribe, pero su
vocación más dominante era tratar de resolverle los problemas a todo el mundo.
No bien habíamos intercambiado nuestras experiencias del viernes aciago y
nuestros planes para el porvenir, cuando me propuso que probara suerte en el
periodismo. Un mes antes el dirigente liberal Domingo López Escauriaza había
fundado el diario El Universal, cuyo jefe de redacción era Clemente Manuel
Zabala. Había oído hablar de éste no como periodista sino como erudito de todas
las músicas y comunista en reposo. Zapata Olivella se empeñó en que fuéramos
a verlo, pues sabía que buscaba gente nueva para provocar con el ejemplo un
periodismo creador contra el rutinario y sumiso que reinaba en el país, sobre todo
en Cartagena, que era entonces una de las ciudades más retardatarias.
Tenía muy claro que el periodismo no era mi oficio. Quería ser un escritor
distinto, pero trataba de serlo por imitación de otros autores que no tenían nada
que ver conmigo. De modo que en aquellos días estaba en una pausa de
reflexión, porque después de mis primeros tres cuentos publicados en Bogotá, y
tan elogiados por Eduardo Zalamea y otros críticos y amigos buenos y malos,
me sentía en un callejón sin salida. Zapata Olivella insistió contra mis razones en
que periodismo y literatura terminaban a la corta por ser lo mismo, y un vínculo
con El Universal podría asegurarme tres destinos al mismo tiempo: resolverme la
vida de una manera digna y útil, colocarme en un medio profesional que era por
sí solo un oficio importante y trabajar con Clemente Manuel Zabala, el mejor
maestro de periodismo que podía imaginarse. El freno de timidez que me
produjo aquel razonamiento tan sencillo pudo ponerme a salvo de una desgracia.
Pero Zapata Olivella no sabía sobrevivir a sus fracasos y me emplazó para el día
siguiente a las cinco de la tarde en el número 381 de la calle de San Juan de Dios,
donde estaba el periódico.
Dormí a saltos esa noche. El día siguiente, al desay uno, le pregunté a la dueña
del hotel dónde estaba la calle de San Juan de Dios, y ella me la señaló con el
dedo desde la ventana.
—Es ahí mismo —me dijo—, dos cuadras más allá.
Allí estaba la oficina de El Universal, frente a la inmensa pared de piedra
dorada de la iglesia de San Pedro Claver, el primer santo de las Américas, cuy o
cuerpo incorrupto está expuesto desde hace más de cien años bajo el altar
mayor. Es un viejo edificio colonial bordado de remiendos republicanos y dos
puertas grandes y unas ventanas por las cuales se veía todo lo que era el
periódico. Pero mi verdadero terror estaba detrás de una baranda de madera sin
cepillar a unos tres metros de la ventana: un hombre maduro y solitario, vestido
de dril blanco con saco y corbata, de piel prieta y cabellos duros y negros de
indio, que escribía a lápiz en un viejo escritorio con rimeros de papeles atrasados.
Volví a pasar en sentido contrario con una fascinación apremiante, y dos veces